lunes, 31 de mayo de 2010

Uno Asesinado

Uno Asesinado

By Diego Niño


Lo descubrieron. Yo estaba sentado en la plaza viendo cómo unos niños jugaban fútbol. No había mucha gente. Sólo los niños, y algunas niñas. Un tipo barbudo y de apariencia andrajosa estaba sentado en una banca. Al lado tenía un perro sarnoso. Lo descubrieron, los agentes del demonio. Estaba bebiendo un refresco de botella y todos creyeron, de repente, que se le había caído al piso. Fue una bala. Yo lo vi. Yo estaba sentado casi al frente él, pero a varios metros de distancia. El tipo no se movió. Los niños siguieron jugando, y entraron en escena unos tipos vestidos con sus trajes de ejecutivos grises, corbata y zapatitos de charol. Esa gente me da pena. Yo sé que tenían las pistolas bien ocultas. Ah, por cierto, uno de ellos llevaba una gorra de los yanquis, negra, y un cigarrillo.

El hombre de los yanquis se sentó a mi lado. El otro se detuvo a ver el partido. El perro le gruñó. El andrajoso se mantuvo quieto y en suspenso. Seguramente pensaba. Tenía pinta de consumir varios tipos de droga al mismo tiempo. Ese de allá, me dijo el yanqui sin dejar de sonreír y señalando al andrajoso, ese de allá es hombre muerto. ¿Yo qué podía decirle? ¿Yo, con mis canas, mis barbas y un ejemplar casi a punto de extinguirse de Santo Tomas de Aquino? Una ambulancia pasó a toda velocidad. Una moto con policías. Ninguno se detuvo. Yo sudaba. No se asuste, dijo el Yanqui, usted será el único espectador y el próximo de la lista, pero aun no. Eso solo significaba que yo era un hombre muerto.

Traté de levantarme de la banca, pero el yanqui se apresuro a cogerme de un brazo. Yo no me quiero ver metido en esto, le dije. No se preocupe, dijo y me mostró el arma. El otro tipo, el que estaba viendo el partidito de fútbol pegó la carcajada cuando vio mi rostro. Me volví a sentar, a esperar. Hagamos un trato, dijo el yanqui terminando de consumir el cigarrillo, usted va y llama a un policía y cuando llegue ya nos habremos ido. El tipo tiró el cigarrillo al piso y lo pisó de tal forma que ningún vagabundo pudiese recogerlo para fumar el filtro. Somos los que recogemos la basura, dijo. No nos gusta, pero nos toca. Si no, toda la ciudad estaría llena de vagabundos, drogadictos, alcohólicos, pestes humanas. Somos la parca funesta de los indigentes. A cada uno le tocará tarde o temprano. Somos la Policía Secreta y nadie nos descubrirá, porque no dejamos huellas.

Con eso me sentí marcado. Por eso yo era el siguiente. Me levanté y me fui a buscar a la policía. Cuando llegamos, el viejo andrajoso estaba muerto. Se apretaba el pecho y tenía una mueca de dolor y miedo. Le cerré los ojos. Un policía dijo que le había dado un ataque. Yo no podía hablar nada de los asesinos de pordioseros. Corrí a la Iglesia más cercana y les rogué asilo. Ahora trabajo limpiando el jardín, los baños, los pisos, las imágenes, las bancas, la ropa del cura, cocinando de vez en cuando, leyendo y rezando. Y escribiendo, porque algún día saldrá a la luz que a ese pobre mendicante lo habían descubierto y asesinado los exterminadores. La Policía Secreta.

El Cisne de Rubén Darío. Por: José Antonio Pulido Xambrano

A José Gregorio Vásquez.


No era la primera vez que tenía aquel extraño sueño. Nadja era seguida por un lobo en aquella casona de amplios corredores.
Desde niña Nadja había sentido un extraño gusto por la muerte. Siempre pedía permiso a su abuela para juguetear en el cementerio del pueblo. En sus sueños, cementerio y casona se hacían uno sólo. Espacio de ese horror al que era llamada y de la cual huía de forma desesperada.
Siempre en el sueño era llevada a una antigua mansión, enrejada y con murallas muy altas. La mansión era muy grande y allí en el ventanal del primer piso frente a una chimenea estaba el monstruo avivando el fuego. Un ser entre perruno y cerdo. Ella se internaba en aquella extraña casa inundada de miles de cuartos y pasadizos, así como de corredores y ventanas. El monstruo parecía estar siempre en el centro de aquella diabólica mansión. Nadja sabía que el destino de ese sueño era matar o besar al monstruo, pues le repugnaba pero le atraía.

Nadja era una niña muy solitaria, esas niñas de pueblo cuya cara se llena de granos y barros en la adolescencia y les marca para siempre. Nadja no sólo era fea sino torpe. Sus faldas siempre llegaban a sus talones, así como sus camisas de cuadros con las mangas a ras de muñeca. Su cabello rojizo resaltaba más su fealdad y siempre llevaba como Biblia, en sus manos la historia del patito feo. Soñaba, además de la pesadilla con el monstruo, en llegar a transformarse en un cisne. Su amigo Tomy le decía que cuando llegase aquel día le torcería el cuello, así como Rubén Darío había matado la poesía. Tomy adoraba a Darío.

Era fácil encontrarse a Nadja y a Tomy cazando sapos a las orillas de las quebradas, por lo que las chicas de la escuela le gritaban: - “Bruja Puerca”. Tomy tenía un defecto de malformación de nacimiento, cojeaba de la pierna izquierda al tenerla más pequeña que la derecha y uno de sus ojos era desviado, por lo que eran la burla de todos los niños y le decían: - “Pareja monstruo” o protagonistas de la fábrica del horror.

Nadja vivía sólo con su abuela, su madre había partido años atrás al quedar preñada de un policía, el padre de Nadja fue siempre un misterio. Hasta el sacerdote Luiggy había sido nombrado como responsable, y muchos aquejaban la fealdad de Nadja al pecado. Su abuela era viuda desde hace cincuenta años, siempre vestía de negro lo que ayudaba a crear la atmósfera de una niña monstruo.

El sueño era repetido cada noche y cuando entraba a la mansión nunca lograba salir. Tanto ella como el monstruo se perdían, como si el mismo monstruo huyera de ella y ella del lobo que le seguía. Le huía a la bestia de la naturaleza, pero seguía los pasos de una bestia racional que se asemejaba a un hombre.

Años después Nadja logró huir del pueblo de San José de Bolívar, el lugar del confín del mundo. Nada quedaba más por hacer, su abuela había muerto y la casona había sido tomada por un deudor.

Nadja había sido expulsada de su único hogar. Tomó el autobús y decidió seguir los pasos de la gran ciudad. Buscar a su madre. Nunca la halló. Bueno, Nadja nunca supo que su madre la negó siempre, ella jamás habría podido parir aquel engendro – se decía.
Tomy su único amigo lloró de manera desconsolada, el que Nadja se fuera del pueblo, ahora con quién atraparía sapos, lagartijas y ranas.

Cuando pisó la ciudad de San Cristóbal, Nadja se sintió en el mundo de sus sueños, caminó sin rumbo cierto por aquellos parajes. Cuando se detuvo, estaba frente a la mansión de sus sueños. Nadja abrió la reja de metal y se dirigió a aquella casa, ubicada en una esquina de aquella ciudad. Tocó la puerta y se oyó el ladrido de dos perros. Se escucharon unos pasos lentos venir hacia la entrada. Un anciano envuelto una bata roja abrió la puerta y se le quedó mirando.
- Entra, mi señor te estaba esperando, has llegado a donde perteneces Nadja.

Nadja entró a aquella mansión idéntica a la de sus sueños, sólo que aquella no tenía ventanas. Un cuadro de Rubén Darío pendía a la izquierda de las escaleras. Nadja se dirigió a la biblioteca y se quiso perder allí y nunca salir.

El anciano le señaló el cuarto de Nadja, le manifestó que a la siguiente noche, el señor de la casa cenaría con ella.

Al despertar Nadja a la siguiente mañana, tras aquel sueño intranquilo, se encontró en su cama convertida en un cisne muy bello. Hallábase echada sobre el duro plumaje de su espalda, y, al alzar un poco la cabeza, el viejo atinó un hachazo.

Aquella noche el monstruo devoró aquel hermoso cisne, ante una botella de vino tinto y tocando a Bach en su Stradivarius.

martes, 25 de mayo de 2010

PERDEDORES (fragmento)


Mi nombre es Heriberto Estévez, tengo como cincuenta años y soy cero caries, bueno, me faltan un par de molares y tengo un canino implantado, pero de resto, lo soy. En este momento estoy sentado en una de las fuentes de sodas del Aeropuerto Internacional “Simón Bolívar”, paladeando un delicioso capuccino y esperando a Jalimar mi mujer, que fue a empolvarse la nariz, --se está retocando el maquillaje, nada de “perico”-- mientras nos avisan por los altavoces, el momento de abordar el avión que nos llevará a Atlanta para participar en un simposio sobre bienes raíces, actividad que combino exitosamente con la importación de insumos para la industria, además de poseer algunas acciones que representan el quince por ciento de una empresa vitivinícola --sí, leyó bien--, en el estado Lara. Este viaje será simultáneamente, algo así como nuestra luna de miel oficial ya que tenemos dos años de casados y no hemos realizado el tradicional viaje de novios; aunque debo aclarar que nuestra relación es tan armoniosa, que parece una feliz y permanente noche de bodas, claro está, porque así nos lo hemos propuesto ambos. Pero empecemos por el principio como debe ser…

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1962 LIFE en español

Crisis de los misiles de Cuba

Tiene lugar una de las principales crisis de la Guerra fría, en la que las dos superpotencias, Estados Unidos y la Unión Soviética, se enfrentan diplomáticamente a raíz de la instalación de misiles rusos en Cuba. El principal dirigente soviético, Nikita Kruschev, había prometido ya en 1960 ayuda al recién creado gobierno revolucionario cubano de Fidel Castro. En agosto de 1962, aviones espía estadounidenses fotografían los trabajos de construcción soviética y dos meses después descubren la existencia de misiles balísticos. El 22 de octubre de ese año, el presidente John F. Kennedy anuncia su intención de bloquear por mar a la isla caribeña y exige a la URSS que desmantele el arsenal. Pronto da comienzo el diálogo diplomático entre Kruschev y Kennedy, en medio de una seria posibilidad de guerra nuclear. Kruschev acepta el 28 de octubre retirar el emplazamiento de los misiles y Kennedy levanta el bloqueo sobre Cuba. La crisis terminará pocos días después con la verificación de lo acordado.
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Crecí en la popular barriada de El Cementerio en Caracas, en la época en que nuestra democracia todavía no tenía vello púbico y el país se sacudía entre guerrillas, "salsa” y Beatles. El mundo clavaba su mirada --al menos el mundo cristiano-- en el recién inaugurado Concilio Vaticano II, considerado símbolo de la apertura eclesiástica a la edad contemporánea. Por esos días, los de mi adolescencia aún en blanco y negro, se conservaban sanas tradiciones como la de los juegos y juguetes de temporada: metras, papagayos o cometas, trompos y otras tantas de vigencia permanente, como el juego de béisbol corriendo dos bases y bateando con la mano una pelotica de goma de las que por muchos años costaron un real (Bs. 0,50). En cada barrio de Caracas, nos agrupábamos en pandillas los niños y zagaletones de más o menos la misma edad, después del mediodía --por las mañanas íbamos a la escuela--, para jugar hasta desfallecer o hasta que nuestras madres quedaban roncas de tanto llamarnos.
Pocas semanas habían transcurrido desde el inicio de clases en mi primer año de bachillerato cuando una noticia, a pesar de mi corta edad, estremeció cada fibra de mi ser, sumiéndome todo el día en un solo “¡no puede ser!, ¡parece mentira!”:
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22/11/63 Dallas, Texas
¡ASESINADO EL PRESIDENTE KENNEDY!
Acusan a Lee Harvey Oswald
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Era un tipo carismático, progresista, con una esposa emblemática --quien, aparte de ser joven y bella, se había dirigido al pueblo venezolano en español, lo cual me pareció particularmente respetuoso--; los venezolanos, por su religión, se identificaron con él por ser el primer, y hasta ahora el único, presidente estadounidense católico, pero lo que más me llamaba la atención de John F., era que rompía con el estereotipo del mandatario por su juventud y apostura --todos los gobernantes de cualquier nación, hasta el momento, debían ser: viejos, feos y calvos--. Además, respecto a Latinoamérica, Kennedy propugnó la necesidad de apoyar su desarrollo económico y democrático, en un contexto regional. Justo ese día, el “bachaco” Rogelio Sosa estaría esperándome a la salida de clases para --según él-- partirme la cara, porque su novia le había “cortado las patas”, dizque por mi culpa. Todo ello me impedía concentrarme en las clases adecuadamente, incluido el apendejecimiento que producía en mí, la mirada más tierna de la que haya sido yo objeto hasta entonces --la muchachita nueva que provenía del liceo “Pedro Emilio Coll” de Coche--. ¡Araceli!, caramba, me costó realizar un esfuerzo de memoria para recordar su nombre, y con lo bonitica que era: Piel blanquísima, suave y tersa, --¡claro que se la acaricié!-- ojos azules como un par de metras nuevas, labios rosados, carnosos y sensuales aún a los doce años, y todo eso enmarcado por una lacia y abundante cabellera de varias tonalidades, con predominancia del castaño.
Nos encontrábamos una tarde calurosa a la sazón mi pana Ángel --de lo que sólo tenía el nombre-- y yo, pasando el rato escuchando “Alegría y muchachada” en un radiecito de pilas “RAY-O-VAC”, cuando nos distrajo una voz imponente y varonil que provenía desde un automóvil, a pocos metros de distancia, cuyo dueño después de todo, no era tan imponente, al menos por su estatura física...

--¡Epa!, carajito, ¿Por dónde se sale a la autopista Valle-Coche?
--Por ahí pa’bajo, --le indicó mi compinche-- siga derechito tres cuadras y después a la izquierda una cuadra más, al llegar a la carnicería coge la subidita, esa es la rampla para la autopista.
--Gracias chamo, mira, ese papagayo tiene la cola muy corta, ponle más para que veas. ¡Ah!, y no se dice rampla, se dice R-A-M-P-A.
--¡Gracias señor!

El hermoso y reluciente Thunderbird blanco del año siguiente, arrancó dejándonos boquiabiertos a los dos rapaces y tratando de elevar sendas cometas...

--¡Cónfiro!, ¿viste tremenda nave? --dije después de un silbido.
--¡Claro!, --respondió Ángel-- ¿y cómo no?, quién fuera monstruo pa’ tené una nave así.
--Deja de estar poniéndole sobrenombres a la gente sin conocerla vale, ese señor se ve muy decente para que lo estés llamando monstruo.
--No seas pendejo chico, ese es Gustavo Ávila el jockey, “El Monstruo” Gustavo Ávila. ¿A ti no te gustan los caballos?
--¡No joda!, ni que yo fuera yegua.
--A pues señor, --me regañó con impaciencia-- los caballos, los caballos de carrera, el hipódromo.
--¡Ah!, ese monstruo, el que corre en la “La Rinconada” y gana billetes como arroz partío...

lunes, 24 de mayo de 2010

Conozca a Venezuela y a los venezolanos.

Héctor Estrada Parada.
Primera parte.
• La belleza “de la mujer venezolana” ha tomado fama internacional, principalmente por haber logrado más de 60 coronas internacionales -que incluyen cuatro Miss Universo y cinco Miss Mundo- desde 1955, cuando Susana Duijm se alzó por primera vez con el título como la mujer más bella del planeta, y quien por cierto, aún a sus setenta y pico de años hace anuncios de cosméticos y ¡da consejos de belleza! La ex Miss Universo Irene Sáez fue alcaldesa de uno de los municipios que conforman la llamada “Gran Caracas”, y además se lanzó como candidata a la presidencia de la República en 1998, en los comicios en los que su contrincante, Hugo Chávez resultó ganador.

• La arepa, una especie de pan elaborado con maíz blanco -hoy en día harina de maíz precocido-, es el plato más popular del país, y se come a cualquier hora y en todas las épocas del año, asada o frita. Confeccionada en forma circular -plana o abultada-, puede rellenarse con casi cualquier ingrediente, desde queso, carne y pollo hasta ensaladas y chorizos. Así rellena, solía llamársele: “Tostada”, pero este vocablo ha caído un poco en el desuso. La "Reina pepeada," con pollo, mayonesa y aguacate, y la "Pelúa" -queso amarillo y carne mechada-, “Dominó”, de caraotas negras con queso blanco rayado, son algunos de los particulares nombres de este plato que suele venderse en las "areperas". Como datos pintorescos: Hay un refrán muy criollo para significar que la Providencia nos bendice proveyéndonos el sustento, y es que “todo niño venezolano nace con su arepa bajo el brazo”. Y la gente orgullosa, que no se deja chantajear laboralmente dice “yo no tengo bozal de arepa”.

• La fe católica es profesada por la mayoría de la población, siendo los venezolanos fieles a sus “Santos “y “Vírgenes”, y la Patrona del país es la Virgen de Coromoto. A pesar de ello, los ritos traídos por los africanos durante la época colonial, mezclados con tradiciones indígenas autóctonas y el propio catolicismo, popularizaron la llamada santería y otras prácticas. El culto a la reina María Lionza, una deidad mítica venezolana, es uno de los más populares, centrándose su influencia y su práctica en Yaracuy, específicamente en la montaña de Sorte.

• El cacao cosechado en algunas regiones de la costa norte del país es calificado como uno de los mejores del mundo, aunque su producción es actualmente bastante reducida. El cacao tipo "Chuao" es considerado como de los más finos del mundo y es usado para preparar postres y bombones. Desde la época colonial, el cacao y el café eran los productos más exportados del país hasta la llegada de la era petrolera, en la primera mitad del siglo XX. Aún se oye decir, al referirse a alguien de muy buena posición económica y social: “Ese es un Gran Cacao”

• En el aspecto turístico, la nación posee variadas bellezas naturales que van desde las soleadas playas de la Isla Margarita y el Archipiélago de Los Roques, en el norte del país -sin dejar de mencionar las excelentes de Carabobo y Falcón-, hasta las ancestrales formaciones rocosas en el sureste, donde se ubica la caída libre de agua más alta del mundo –más de 970 m.-, el Salto Ángel. Por añadidura tenemos la imponente belleza de las montañas andinas, con nieves perpetuas en el Pico Bolívar y la majestuosa extensión de los llanos.

• En el país destaca la "fabricación" de exóticos nombres con diversos orígenes. Algunos padres mezclan nombres o apellidos para bautizar a sus hijos como "Josmar" (José y María) o "Nelcar" (Nelson y Carolina), “Hecsura” (Héctor y Suralva -que a su vez proviene de Suárez y Alvarado-), “Polanaríz” (de Polanco y Arizteguieta), “Layca” (por las abuelas Laura y Carmen). Igualmente conozco a un marabino nombrado Jesús “Chucho” Quintero, a quien sus allegados llaman cariñosamente “Chuqui”

• Otros provienen de la pronunciación en español de palabras o frases en lenguas extranjeras como "Yusneivy" (U.S. Navy) o “Yesaidú” (Yes, I do), “Aydonou” (suponemos que por I don`t know). Abundan en nuestro país los: “Brayan”, “Bripni”, “Eguar”, “Edinson”, “Ronal” y “Yeison”; hasta tuvimos la ocasión de conocer a una señorita a quien su padre, de apellido Monroy, muy orgulloso, le puso: Marilín. -así que como dicen las “pavas sifrinas”: O sea... -

• También son frecuentes aquellos que inician con la letra "Y" como Yubirí, Yorgelis, Yuleizy, Yoniskel, Yolimar, Yormari, Yosmary, Yonder, Yúnior, Yhoni, cuya fonética tiene marcada influencia indígena.
• En décadas recientes se ha visto incrementado el uso de más de dos nombres, así encontramos: Jesús Oscar Darío -personalmente conocemos a uno llamado Jesús Oscar Darío Espinoza Rivas quien orgullosamente coloca donde puede, sus iniciales: J.O.D.E.R.-; Nilson José Luis; Richard José Antonio, y más aún, Andrés Eloy Segundo de la Santísima Trinidad, o bien María Adelaida Josefina de la Divina Pastora (si es Guara), Charlys Clensis de La Consolación de Táriba (si es gochita) y ni hablar de los maracuchos; entonces alguno podría llamarse Nespormuceno Ebertógames Igorvosígler de la Chiquinquirá Camacho Bracho (ría, pero no dude).
• De igual manera un gran porcentaje de féminas venezolanas tiene como segundo nombre Margarita o Coromoto: Yajaira Coromoto, Yolanda Margarita, o una combinación de aquellos: Margarita Coromoto o Coromoto Margarita.
• Es frecuente el uso combinado de los nombres de los padres terrenales de Jesús de Nazareth, tanto para mujeres como hombres: María José o bien, José María -a quienes en la Isla Margarita terminan diciéndoles “CheMaría”, así como a Francisco Antonio, le llaman “Chicotoño”, tal es el caso del cantante folclorista isleño, Francisco Antonio Mata.

EL EMISARIO


Leyenda sancristobalense


Héctor Estrada Parada
venezolano

Algunas fechas habían transcurrido desde el plenilunio, aunque no podría precisar cuántas. Esa noche, como ya era casi habitual en mí por aquel tiempo, me hallaba desvelado, con el insomnio típico en la vida de un hombre atormentado por la soledad, una severa crisis monetaria y los conflictos existenciales propios de la edad.

Pasaba de las dos de la madrugada cuando decidí --¡fatal decisión!-- ir a la azotea del edificio a contemplar la noche, o a que la noche me contemplara. Llevaba en eso unos instantes, cuando me sacó de mis reflexiones --¡pobre de mí!--, un extraño y lejano ruido, como de cascos de caballo.


…En mis días, y también noches infantiles, en la época en que me iba de manganzón a bañarme en la quebrada La Bermeja, a merodear al centro por los predios del “Mercado Cubierto” y a subirme a los “gigantescos” árboles que rodean al otrora Cine “San Carlos”, en compañía de mis compinches, con el predecible propósito de disfrutar de las películas sin ver quebrantado nuestro exiguo presupuesto. Por esos días de mi niñez en blanco y negro, los viejos nos asustaban con los aparecidos tradicionales: “la llorona”, “la sayona”, “el escabezao” y tantos otros que enriquecen el folclor regional. Pero había un personaje al que no desdeñábamos del todo, en vista de que algunos de más jurados incondicionales aseguraban haberlo visto. Nos cuidábamos de no dejarnos coger la noche por los lados de La Romera por dos razones básicas: los “romeros”, quienes por un “álzame estas pajas” nos daban den la je… boca; y la segunda era que le teníamos el culillo parejo al fulano que mentaban “el emisario”, dizque porque era un enviado del mismísimo… ¡eeese mismo!, adivinó el lector.


No asociaba ese sonido con el modernismo actual de la ciudad, pero al dirigir la mirada hacia allí, no tuve dudas. En efecto, era la figura de un hermoso caballo blanco, que por efecto del reflejo selenita, más parecía plateado. Sus pisadas despedían enormes chispas hacia atrás y arriba; eran verdaderos resplandores blanco-azulados, visibles desde varias cuadras. Sin darle todo el crédito a mis ojos, me percaté de que la extraña figura se acercaba muy lentamente, como flotando, a pesar de que el magnífico corcel parecía galopar (?).

En el momento en que distinguí claramente la imagen, mi cuerpo fue recorrido por un intenso escalofrío. Atravesando la cercana avenida, justo allí donde estuvo la calle 17, venía un jinete sobre el animal; un jinete envuelto en una enorme capa con capucha, de un color oscuro pero indefinido que se me antoja negro después de meditarlo mejor. Por mayor esfuerzo que realicé con la buena visión lejana que aún poseo, no pude verle la cara… y no logré hacerlo por una simplísima, aunque absurda razón: porque… ¡no tenía! Parecerá que desvarío, que estaba alucinando, pero juro por mi honor que ocurrió como les relato; dentro de la capucha, sólo había un hueco negro en el lugar donde debería estar un rostro.

No me encuentro en condiciones de precisar cuánto tardó en pasar, pero me pareció interminable. Lo que sí puedo asegurarles es que ha sido una de las experiencias más aterradoras de mi azarosa vida. Y digo aterradora porque yo que no soy hombre de temores, quedé paralizado cuando la siniestra figura comenzó a agitar en su mano derecha un enorme machete cuyo filo despedía un brillo que me hizo erizar la piel, aunque debo confesar que lo que me sobrecogió al extremo de dejarme casi petrificado fue el escuchar al fatídico caballero, con una voz grave, ronca y potente que parecía más que humana, un feroz rugido y que repetía una y otra vez: ¡Santa Tereeesaaa!, ¡Santa Tereeesaaa!

¿Por qué una figura tan horriblemente diabólica nombraba a una santa y de esa manera? Tardé mucho en despejar esa incógnita, quizá debido al impacto emocional y reconozco que lo logré gracias a la ayuda de un viejo carretillero quien, aun a sus años, trabaja en el mercado de La Guayana. Este señor me relató que en sus años de mozalbete –los de él cuando Gómez y los míos en tiempos de Pérez Jiménez--, tuvo la misma visión, sólo que no tan de cerca como este servidor. Me contó Agapito, que un sábado por la noche, cuando regresaba a su casa después de hacerse hombre en el burdel “Las Cibeles” por la vía de los Kioscos, se detuvo para orinar contra un árbol en el instante de divisar al caballo de marras. Pensó que se trataba de un viajero que se dirigía a la vecina ciudad de Táriba, a donde se iba entonces por esa ruta; a medida que se acercaba, el joven iba palideciendo por lo que sus ojos veían y su razón se negaba a aceptar. Sin pensarlo ni una vez, se internó en los matorrales corriendo despavorido y sin siquiera abotonarse la bragueta. Fue en ese momento cuando caí en la cuenta de que nuestro amigo no gritaba el nombre de la santa, sino el del barrio, el cual por los tiempos de las primeras parrandas de Agapito estaba todavía en proceso de fundación.

Tal vez otra noche, movido más por la curiosidad que por el valor y esperando que el pánico no me inmovilice, me atreva a seguirlo a prudente distancia, a ver si indago para mí y para ustedes el motivo por el que este emisario del diablo se dirige al barrio Santa Teresa cuando hay luna llena después de la media noche. ¿Será que anda buscando almas descarriadas por encargo de aquél a quien prefiero no volver a mencionar?

EL MENSAJERO DE LAS ESTRELLAS

EL MENSAJERO DE LAS ESTRELLAS

(O De cuando el niño Jesús merendó chicha y pasteles…)

Dedicado a toda la humanidad, particularmente a mis hijos y mi nieto, y muy especialmente a mi hija menor, Ivana María.

En la bella y acogedora ciudad andina de San Cristóbal, en Venezuela, suelen celebrar y festejar cada enero, las famosas “Ferias de San Sebastián” en honor al santo patrono urbano.

Hace algunos años, no sé cuántos, apareció en los alrededores del llamado complejo ferial, un hermoso y simpático niño de aproximadamente siete años a quién todos llamaban, cariñosamente, Chucho.

Alguien le preguntó:

--Niño, ¿por qué andas solito?

A lo que Chucho respondió:

--Mis padres trabajan y a mí me cuida el Todopoderoso.

--Y… ¿de dónde vienes?

El niño alzó la mirada y dijo:

--De lejos, muy lejos.

--Tus padres, ¿qué hacen?

--Mi mamá se ocupa de las cosas del hogar y mi papá es carpintero… ¡y de los buenos!

Continuó su recorrido por la ciudad, visitando templos y observando el comportamiento de la gente. Le llamó mucho la atención que casi todos allí decían ser cristianos, pero sus acciones dejaban dudas al respecto.

Chucho apoyaba a quienes podía: a una ancianita la ayudó a cruzar la calle; curó y cuidó a un pajarito que había sido derribado a pedradas por unos granujillas. Se le veía visitando enfermos en los hospitales y ancianos en los asilos, llevando a todos una palabra de aliento, un mensaje de amor y esperanza.

Cuentan que en una ocasión le fue obsequiado un pastelito de arroz con carne y un vaso de rico mazato; mientras disfrutaba de su merienda conversaba con los circundantes acerca de Dios, del significado que Él debería tener en nuestras vidas y de los propósitos de nuestro Padre para nuestras existencias. Todos quienes le escuchaban, se maravillaron con la profunda convicción y sabiduría con las que el niño hablaba; se sentían conmovidos por su palabras, ya que les tocaba lo más hondo de sus corazones.

Cierta noche, Chucho quiso experimentar la emoción de la montaña rusa, el encargado, con mucha pena le dijo:

--Lo siento mucho niño, pero eres muy pequeño para subir a esta atracción.

Chucho argumentó que al lado de la entrada había una tablita para medir a los niños antes de subirse. El empleado, riendo, aceptó hacer la prueba a sabiendas de que el muchachito no la pasaría.

Para sorpresa de los presentes, misteriosamente Chucho sobrepasó la medida por varios centímetros de ventaja.

Entre las cosas que el niñito compartió con las personas que encontraba a su paso, estaba su gran preocupación y tristeza porque la gente en la época navideña, ferias religiosas y en la Semana Santa, suele dar más importancia a las parrandas, el licor, la ropa y los viajes, olvidando o, al menos, dejando de lado la verdadera esencia de lo que en esas fechas se conmemora. Frecuentemente nos olvidamos de que somos cuerpo y espíritu, y que es este último el que debe estar en perfecta comunión con el Creador.

En unos de sus tantos viajes, el niño de nuestra historia hubo de cruzar un río enorme. Allí había un gigantón que se ganaba el sustento pasando, en ambas direcciones a los andantes. Cristóbal, según se llamaba, alardeaba de su fuerza y rió cuando la criatura le insinuó que no podría cargarlo para pasar a la otra orilla.

--Yo he llevado en peso a dos adultos a la vez, y tú me vienes con que no puedo contigo. ¡A ti te llevaría en la palma de la mano!

Cristóbal colocó a Chucho en su hombro y avanzó hacia las aguas, pero a medida que se acercaba al medio de la corriente, el gigante sentía que sus rodillas flaqueaban por el formidable peso del niño.

--Deberías presumir menos de tu fortaleza y ser más humilde, como Dios manda. Recuerda que sólo los humildes y puros de corazón podrán entrar en el Reino de los Cielos.

Al escuchar aquello, Cristóbal tuvo una magnífica revelación. Depositando al niño en la orilla opuesta, se hincó de rodillas prometiendo dedicar su vida a la fe. Desde entonces le dio un giro a sus acciones sirviendo a Dios y a la humanidad de manera muy diferente.

Tiempo después, a este hombre piadoso, se le conocería como San Cristóbal, al igual que nuestra ciudad, en la que el niño Jesús merendó chicha y pasteles, la ocasión en que hizo un alto en su peregrinar, llevando al mundo la palabra de DIOS.

HÉCTOR ESTRADA PARADA

venezolano

sábado, 22 de mayo de 2010

manuel rojas - POTOSÍ EN MI CORAZÓN (Crónica)…en revisión.


POTOSÍ EN MI CORAZÓN (Crónica)…en revisión.


Porque estás vivo Potosí
En mi alma y en mi diario
Y en quienes conmigo fueron
Con asombro andando andando…
Juan Ramón Urbina

El sueño de la noche anterior me dejó un sabor agridulce en la boca. Me levanté temprano y mamá dormía todavía. Mi papá había viajado lejos, hacia esos lugares que él mencionaba y que a mí se me hacían mágicos. Decía que debía atravesar inmensas montañas repletas de neblina, bosques terribles, enhiestas ciudades y hasta selvas, para llegar finalmente al Orinoco, y subir al barco repleto de hierro, que lo llevaría a otro continente por tres o seis largos meses. Papá jamás regresó a casa desde ese entonces.
Mamá siempre estaba sola y debido a eso se ponía a hablar con las gallinas, los loros, los gatos y los perros. A cada animal le tenía un nombre, incluso nombre de persona: el loro Roberto, el gato Esteban, la gallina Guillermina, y el perro Anselmo. Eso fue hace tiempo, después le vino la enfermedad y ya ni siquiera salía de su habitación. La tuberculosis se la llevó en un mes de abril del año pasado, y gracias a una vieja amiga de la familia, fue atendida con prontitud pero murió unos días después, en Pregonero, el pueblo más cercano.
Quedé solo; a cargo de la huerta y los animales. La amiga de mi madre, una vieja de setenta años, se fue luego del entierro. Algunos vecinos, que distan a pocos kilómetros de la casa, nos auxiliaron a tiempo para darle cristiana sepultura. Por eso la casa se me hizo grande y empecé a soñar cosas extrañas. Desde ese entonces sueño demasiado.
Cuando ya fui hombre, busqué una mujer joven, de nombre María, una vecina, y me uní a ella. Es pequeñita y trigueña, tiene los ojos grandes, como dos espejos negros y el pelo ensortijado. Con ella empecé a trabajar la tierra, a ordeñar, a vender el producto, y a distribuir el dinero de manera equitativa. A mi compañera se le iba el día entre la cocina y el patio.
Después de la muerte de mamá el gobierno empezó a abrir carretera por ese sector y ya todo fue distinto. Llegó la mano de obra: hombres corpulentos, italianos, americanos, franceses, colmaron la montaña y sus alrededores. Máquinas inmensas arribaron a las laderas, cerca del río. Ruidos de bocinas, de altavoces, de cornetas de todo tipo interrumpieron el silencio resguardado allí por siglos en la tranquila espesura. El río corría por un lado del pueblo. La empresa, responsable de la obra, contrató gente de Pregonero, y de pueblitos cercanos inmersos en la niebla como Fundación, y Laguna de García: Obreros rasos, mujeres para las cocinas y la limpieza. El personal administrativo venía de la ciudad.
Una noche soñé algo muy terrible: de pronto, cegado por una luz intensa, me sentí como un loco vagando por los aposentos de un extraño lugar. Iba junto a bestias de patas y cuerpo, descomunales. Desnudo seguí a través de veredas de piedra. Al final del túnel vi al Leviatán que menciona la Biblia. Luego me vi entre la espesura de un bosque bermejo, tan distante de la civilización que apenas las carretas me eran familiares. Las había visto atravesar la noche, después de grandes peregrinaciones. Vivía solo, como cuando murió mamá, y me pasaba el tiempo observando los corceles de fuego en la edad de todos los principios, en las campiñas, donde los guerreros limpiaban los escudos antes de la guerra. Todo lo veía desde la ventana de la vieja casona paterna. Me habían encerrado en esa casa inmensa. Miraba los espejos y apenas percibía un opaco aire de sequedad. Pero allí continuaba en silencio. Rompía el sol en mil pedazos para llenarme de luz. Los relojes marchaban al ritmo de mis siete, ocho, nueve años… ¿Qué edad tengo? Arriba hay un oso iluminado y más allá un soldado que yace bajo el fulgor de las lámparas.
La casa era demasiado grande y creía que no iba a poder recorrerla. Afuera llovía y en la ventana se acumulaba el vaho de la neblina; el sopor del viento anunciaba el fin del pueblo. Las madejas se resquebrajan ante mis ojos. Escuchaba el viento, y este arreciaba fuerte. Se me venía el techo encima. Entonces debía correr hacia algún lado, pero no sabía, todo era tan…tenso, tan espantoso. La noche caía con sus sombras en las paredes…luego despertaría y todo sería distinto, pero debía dormir…la lluvia persistía.
Desperté finalmente junto a María. Ella me miraba como asustada. Había oído hablar de la presa, o algo así.
- El agua del río ¿escuchaste lo que dicen?
- No, no he oído nada importante de eso, sólo sé que van a dar mucho trabajo a la gente de por aquí.
María me miró detenidamente para luego decirme que ese no era el punto, que la situación era mucho más grave de lo que nos imaginábamos.
Potosí era un poblado andino de calles de piedra y casas de bahareque, muy parecido por su clima de montaña a San Luis de Potosí, pueblo turístico en la sierra boliviana. Se encontraba enclavado en el páramo Pabellón, situado a 1.186 metros sobre el nivel del mar, en las sierras del ramal del Uribante, con una población de más de trescientas familias y una temperatura aproximada de 19C y lo rodeaban los ríos Puya y Uribante, por ambos lados, luego estos se unían y se convertían en uno solo que daba a río Negro, así le decían por lo denso de sus aguas y sus piedras negras.
Debido a eso, era imposible pensar que pudieran detener las aguas de esos dos ramales, por el contrario se creía que el movimiento de tierras era para construir una gran carretera por donde pudiera el campesino sacar el café y el cacao que se daba por esos lados, y que bien se cultivaba en el páramo. Pero eso estaba por saberse.
María y yo seguimos esperando a que se aclararan las cosas. Pero cada día que pasaba la situación se complicaba. Y cada día, por cierto, había más máquinas en la planicie abriendo la tierra con su feroz mano de hierro, derrumbando árboles, derribando montañas, desfigurando el paisaje. El ruido escabroso de los motores semejaba al que hacen los tanques de guerra que se preparan para una confrontación bélica. Todo ese sector se había convertido en un verdadero polvorín de gente buscando trabajo, de sindicalistas aprovechándose de su investidura, de vendedores de baratijas, de extorsionistas y prostitutas.
Una mañana lluviosa de finales de mayo de 1979, María decidió que debía trabajar en el consorcio, así le decían a la empresa que recién se había instalado en esa área: Consorcio Impregillo Smeraldi, una empresa italiana que tenía la responsabilidad de llevar la obra a feliz término.
-¿Por qué quieres trabajar, dime, no tienes todo en casa? –le pregunté con timidez.
-Porque todas las mujeres del pueblo están trabajando en el consorcio, y todas han progresado poco a poco, pues ahí pagan bien – me contestó con precisión.
La verdad era esa, la gente ganaba mucho dinero allí, como jamás lo habían obtenido trabajando la tierra. Los hombres habían abandonado el campo y ahora trabajaban de obreros en la compañía, las mujeres se desempeñaban en los trabajos domésticos o de mantenimiento en los galpones o en las casas recién construidas que eran para el personal profesional, generalmente extranjero, del consorcio. Desde ese entonces tuve que acostumbrarme a la idea de que mi compañera no iba a parar en casa por mucho tiempo: mi pobre María.
Y así fue. Todos los días llegaba tarde y todos los días se levantaba temprano. Se veía cansada y debía por las noches meter los pies en agua tibia, con sal. No aguantaba la hinchazón en los tobillos. En cuanto a la casa, los pocos animales que teníamos se murieron, sobre todo el ganado; también las gallinas y los patos, los loros y las guacamayas emigraron hacia otras casas u otras tierras, y la huerta ya no producía como antes. ¿Por qué todo se había venido abajo? Presumo que por el abandono en que sometimos al campo. Yo tenía que prepararme la comida y por supuesto servírmela y comer solo. Empecé a ser la burla de los vecinos hasta que también decidí buscar trabajo en el consorcio. Cuando uno se refería al Consorcio, lo hacía con la veracidad de que se trasportaba a otra dimensión. Era algo así como cambiar de paisaje, de panorama o de escenario. Pero la impresión que se sentía era de prosperidad, de remontarse hacia otros espacios donde el dinero jugaba un papel importante. En otras palabras: salir de abajo.
María trabajaba en el galpón que estaba destinado a suplir de electricidad al sector y yo en el Club La Trampa, de mesonero. Nunca había trabajado en eso pero no hubo otro sitio donde me pudieran emplear, sin embargo aprendí fácilmente ese oficio. El problema que todos confrontábamos era el idioma, pero la compañía trajo a un administrador que sabía hablar perfectamente el inglés; idioma con el que se comunicaban la mayoría de los extranjeros, excepto los italianos, quienes sí utilizaban su idioma en todos los casos. Yo entré a la compañía como una pieza que formaba parte del veinticinco por ciento que le correspondía contratar al consorcio, y el setenta y cinco restante lo contrataba el sindicato. Según decían todos, eso era una suerte envidiable por muchos, pues el consorcio los protegía de manera especial. María, en cambio, había entrado por parte del cupo de empleados del sindicato. No obstante, en cuanto al pago, no se notaba ninguna diferencia especial.
María y yo ya casi no nos veíamos. El horario de ambos no contrastaba en nada. Cuando yo estaba libre ella trabajaba y viceversa. Tan sólo en la madrugada podíamos cruzar algunas palabras pues el club se cerraba a eso de las cuatro o cinco de la mañana y a las seis ella debía salir de casa. Esto produjo entre ambos una atmósfera de agobio, de soledad o de abandono por no decir de rechazo; una leve separación que rayaba en el hastío ante una falta de afecto, un “hundirnos en el olvido de las horas cuando más nos necesitábamos como pareja”.
Sin embargo todo iba bien. El dinero que ganaba lo metía en el banco. Era poco lo que gastaba en la casa, pues suplía la mayoría de mis necesidades en el consorcio. Allí comía, me bañaba y hasta dormía. Ella hacía lo mismo. Los días pasaban rápido. Los espejos del tiempo nos borraban el rostro con la entrada de las lluvias, con la neblina y el frío que se veía y sentía allí; el viento de la montaña nos daba en el rostro con bofetadas inmisericordes. Las noches eran demasiado negras y pesadas y cuando amanecía el sol apenas se asomaba, con timidez, en las colinas que rodeaban los centros de trabajo del consorcio. Un día, después de mucho tiempo sin saber de mi familia, fui a visitarles y allí supe la verdad de todo. No salía del asombro. Las autoridades gubernamentales habían decidido desalojar todo el poblado para dar paso a la anegación de las aguas del río Uribante por causa del represamiento de la presa La Honda. La decisión no fue fácil. Los pobladores opusieron resistencia. La gente salió a la calle con palos y piedras, trancaron las carreteras aledañas, los caminos alternativos, las trochas, se hicieron pancartas en señal de protesta. Un sentimiento de impotencia, de odio quizás, se apoderaba de los pobladores del pueblo. Allí habían nacido, se habían criado, allí vivían y allí iban a morir, y no se podían resignar. Todo estaba allí: los recuerdos, los sueños, la vida, el porvenir. En realidad esto de construir una presa no era comprendido por nadie. Pero el Gobierno convenció a la gente ofreciendo casas nuevas a las familias y un futuro promisor, como consecuencia de la construcción del Complejo Hidroeléctrico Leonardo Ruiz Pineda que, según se dijo en aquel entonces, traería progreso y bienestar para todos.
Las pesadillas no se hicieron esperar. De pronto, una sombra intensa me hundió en una noche tenebrosa. Me sentí como un loco vagando por una extraña colina. Estaba rodeado por inmensos precipicios cuyo fondo, presumía, daba a pequeñísimas quebradas. Un viento de fuego se veía venir sobre mi cabeza. Me hallaba desnudo sobre la hierba. Huía desesperado a ras de la loma por sobre la maleza. Oía gritos tras mis espaldas. Después de correr un largo trecho encontré la boca de un túnel. Desde ese entonces empecé a sospechar que esa escena se repetía. Exactamente eso me estaba ocurriendo: me vi entre la espesura de un bosque bermejo, tan distante de la civilización que apenas las carretas me eran familiares. Las había visto atravesar la noche, después de grandes peregrinaciones. Vivía solo, como cuando murió mamá, y me pasaba el tiempo observando los corceles de fuego en la edad de todos los principios, en las campiñas, donde los guerreros limpiaban los escudos antes de la guerra. Todo lo veía desde la ventana de la vieja casona paterna. Me habían encerrado en esa casa inmensa. Miraba los espejos y apenas percibía un opaco aire de sequedad. Pero allí continuaba en silencio. Rompía el sol en mil pedazos para llenarme de luz. Los relojes marchaban al ritmo de mis siete, ocho, nueve años… ¿Qué edad tengo? Arriba hay un oso iluminado y más allá un soldado que yace bajo el fulgor de las lámparas.
La casa era demasiado grande y creía que no iba a poder recorrerla. Afuera llovía y en la ventana se acumulaba el vaho de la neblina; el sopor del viento anunciaba el fin del pueblo. Las madejas se resquebrajan ante mis ojos. Escuchaba el viento, y este arreciaba fuerte. Se me venía el techo encima. Entonces debía correr hacia algún lado, pero no sabía, todo era tan…tenso, tan espantoso. La noche caía con sus sombras en las paredes…luego despertaría y todo sería distinto, pero debía dormir…la lluvia persistía.
La construcción de la presa marchaba normalmente. El encofrado cubría ya gran parte del paraje. Las máquinas perforaban en las profundidades del valle. Los inmensos camiones subían las cuestas de tierra blanca que daba a la carretera principal, repletos de arena para vaciarla en la explanada. Desde las colinas se veían los galpones de techo verde donde dormían los obreros. Muchos de ellos murieron cuando trabajaban en los túneles. Pero eso casi pasaba desapercibido. La muerte era casi un pretexto para continuar la obra. Las prostitutas salían y entraban en las habitaciones como si estuvieran en sus propias casas, y sin bañarse se acostaban con el siguiente cliente. Esto a la larga generó una pequeña epidemia de contaminación de enfermedades venéreas, las cuales eran atendidas en el hospital del consorcio. A algunos de ellos expulsaban, otros continuaban como sin nada, todo dependía de la relación que tuvieran con los líderes sindicales de cada estación. Las estaciones eran muchas, desde mantenimiento hasta administrativas.
Ese día sucedió lo peor que me hubiera pasado durante muchos años. María se estaba muriendo en una fría camilla de hierro en el pequeño hospital del consorcio, a causa de una descarga de electricidad. Su cuerpo yacía tirado en la soledad de esa habitación que ya parecía oler a formol. Su piel había adquirido un color morado con manchas negras. Su rostro miraba el poniente, con ojos vidriosos y profundos. El cabello lo tenía esparcido hacia los lados y en desorden y su corazón dormía la duermevela de los siglos en el pasillo de la muerte, a donde todos iremos a parar algún día.
Todo estaba ahí, menos ella. Mi vida parecía terminar allí y no volvía a empezar en ninguna parte. No tenía a donde ir. Salí corriendo a la oficina de Recursos Humanos y renuncié. No podía seguir trabajando para una empresa que me despojaba de las cosas que más amaba en la vida. Luego regresé al pueblo. Ya era de noche y la gente se había acostado, pensé pero no fue así. Esperaba agazapada detrás de las paredes, rezando. Desde que entré al pueblo, empecé a gritar como un loco, bajo una lluvia menuda, limpia, fresca, que me caía sobre el rostro. Entonces vi las carretas listas, los caballos enjalmados, los autos dispuestos para el viaje. Unas personas esperaban en el pasillo de una de las viejas casonas del pueblo. Las lámparas del insomnio iluminaban las cabezas de los transeúntes que, envueltos en sobretodos amarillos, esperaban el amanecer. Caminé a lo largo de la calle, desgarrado de dolor. Todo estaba ahí, menos ella. Pero nada seguiría estando ahí después de hoy, nada seguiría creciendo en la intimidad de la tierra para dar fruto en la orfandad de la yerba amenazada. Y allí me quedaría para hacer frente al aluvión. Para enfrentar las fauces del Leviatán. Para contener las olas que implacables arremeterían en contra de mi pueblo. Pero allí esperaría esas lenguas de agua asesina, allí, con mi corazón desbordado, por amor a Potosí…
En 1984, Potosí fue anegado totalmente por las aguas de la presa Uribante Caparo-Estado Táchira.



PERDEDORES (feagmento)

Mercedes y yo nos conocimos en la U.C.V. cuando ella estaba finalizando el segundo año de Derecho y yo ingresaba a mi primero de Comunicación Social. Ambos andábamos con apuros por los pasillos ultimando detalles de nuestras respectivas inscripciones. La escena era típica: sacando fotocopias de la cédula, del título de bachiller, llenando planillas contra una pared o en la espalda de un compañero, o efectuando un depósito en el último minuto de caja en el banco... ¡dando carreras! Muy claro no está en mis recuerdos si fue prestando o pidiendo prestado un bolígrafo, que me tropecé de frente con ella, al final de unas escaleras donde casi nos caímos al piso. Debo confesar que realmente me impactó la belleza física de la muchacha: alta, como de un metro setenta y tres, cabello negro largo y abundante, cejas pobladas enmarcando unos preciosos ojos “aguarapaos”, cuerpo esbelto pero bien definido, en fin, una típica belleza venezolana; pero al rato, mientras nos tomábamos un café para hacer un breve receso, se me ocurrió que era su muy seductora personalidad lo que me tenía cautivado. Muy segura de sí misma, afable y alegre considerando la seriedad de las circunstancias, --me resultó incuestionable que era una persona que acostumbraba leer--. En las siguientes semanas nos vimos con frecuencia, íbamos al cine, al teatro, exposiciones plásticas; o nos reuníamos en un parque teniendo la naturaleza como cortina, para conversar durante horas sin percatarnos de que el tiempo transcurría. Lo muy cierto es que fuimos haciéndonos casi indispensables el uno para la otra y viceversa. Resultaría madrugado decir que estábamos enamorados, pero sí es irrefutable que había una gran empatía entre ambos. Realmente lo pasábamos mejor juntos, que en compañía de cualquier otra persona, ya que coincidíamos en algunos aspectos, pero diferíamos en las cuestiones esenciales que promueven la sana polémica y le dan gusto a una relación, impidiendo caer en la monótona rutina. Por ese tiempo compartimos hermosos y productivos momentos, al menos en lo intelectual y espiritual, ya que muchos relacionan la productividad sólo con lo monetario. ¡Pobres!, ignoran que el éxito es un compendio de factores, dentro de los que el financiero se cuenta, pero no es el único y ni siquiera el más importante --¿Dinero?, hoy no tenemos y de pronto mañana sí, o al revés que es peor--. De hecho, el éxito no es un destino en sí o un estado permanente, es un camino, una senda que transitamos día a día impregnados de armonía, amor y satisfacciones cotidianas, cuyo valor pocos reconocen. Forma parte primordial de la vida exitosa, las buenas relaciones con los demás: familia, amigos, camaradas laborales, etc., pero fundamentalmente familia, aquellos con quienes compartimos techo, mesa y hasta cama. Una vez que hemos logrado los otros ingredientes para llevar una vida armoniosa, la riqueza --en todas sus expresiones-- llega automáticamente.
Los jueves en la noche nos deleitábamos con la “Cátedra del Humor” en la sala de conciertos anexa al Aula Magna de la Ciudad Universitaria; nos resultan inolvidables las charlas magistrales, entre otros, del genial y recordado Aquiles Nazoa, así como del sobresaliente Pedro León Zapata. En fin, pasábamos nuestro tiempo libre juntos de una manera muy provechosa e intensa, hasta que ocurrió lo que era inevitable --considerando que ninguno de los dos era venusino--. Cierta noche, después de ver la polémica película española La caza, de Carlos Saura, al despedirnos en la puerta de su apartamento, nuestras miradas se cruzaron con un matiz diferente, nos acercamos lentamente y nuestros labios apenas se rozaron en un beso que nos sacudió como un terremoto interno, cuyo epicentro ya saben ustedes donde se ubica. En el momento de acariciar su cuello, ella emitió un profundo suspiro al tiempo que cerraba sus hermosos ojos del color de la miel, en una inequívoca señal de aprobación y entrega. Continué besándola y palpando su cuerpo, al comienzo por encima de la ropa y luego introduciendo mis manos por entre ella. Se me ocurrió que su piel era la más sedosa y sensual que había tocado en mi vida, al menos por años, hasta que encontré a Salomé hecha toda una mujer, quizás un poco prematuramente, pero mujer al fin. Salomé, la más prohibida de todas mis pasiones prohibidas, pero eso es también --y con mayor razón--, “harina de otro costal”.

--¡No!, ¡No! -–Gemía Mercedes.
--¿No qué? --Pregunté-- si ya estamos haciéndolo...
--¡No te detengas! --suplicó.

miércoles, 19 de mayo de 2010

¿PARA QUÉ LEER?

¿PARA QUÉ LEER?
Héctor Estrada Parada

No soy docente graduado, de carrera, pero mis alumnos me llaman: "Profesor". Tuve la fortuna de crecer con un libro en la mano -“un libro” en sentido figurado-. Toda mi vida he sido un asiduo lector y ahora soy escritor y “Promotor de Lectura”. A diferentes niveles aprecio que hay una deficiencia en la finalidad de la lectura. Lo observo en los niños, en los jóvenes, en los adultos, en los profesionales. He llegado a la convicción de que hay que asumir la lectura como un proceso. Lo aplico en mis libros de cabecera, en los de las diversas áreas del conocimiento, en las revistas científicas, en los trabajos y artículos ubicados en la Internet, en las tesis de pre y posgrado* que a veces ayudo a elaborar y para lo cual investigamos abundantemente.

Según entiendo, leer es en esencia, comprender un texto escrito y lo que significa. Esto es, captar su sentido y cualidad. Leer es una actividad intelectual, personal -aunque sin duda muy enriquecedora cuando se hace colectiva, en alta voz-, que requiere atención e intención. Exige de nosotros un esfuerzo, pues vigoriza la inteligencia, nutre el vocabulario y enriquece el bagaje de saberes. Hay que sentir la lectura, y citamos a Simón Rodríguez: “Lo que no se siente, no se entiende y lo que no se entiende, no interesa”.

Siendo un proceso, que culmina en un acto de entender, la lectura productiva suele tener tres momentos constitutivos. Ellos permiten definir la actividad de la lectura como un todo. En una primera etapa se hace un análisis del texto, que es más una resolución que recolección. Se trata de alcanzar las unidades elementales de sentido, las afirmaciones esquemáticas que estructuran el todo. En este análisis, se requiere determinar aquellas afirmaciones que controlan la significación del texto en su conjunto, es decir, las afirmaciones principales o sustantivas –de sustancia-. Ellas nos ayudan, a la vez, a determinar la estructura del texto o rearticularlo. Esto nos lleva a la segunda fase, la de síntesis. Es recomponer el argumento, dicho de otro modo, llegar a ver el conjunto de lo analizado desde la idea central, el tema o la perspectiva que lo unifica. Es en la síntesis donde el oficio del lector se acerca más al del escritor, pues aquí recomponemos el texto. El último de los momentos constitutivos de la lectura es la crítica. Ella implica la apreciación del sentido y cualidad del texto. Con la crítica examinamos la validez de lo que nos es propuesto, sea un escrito de intención teórica, práctica o estética. Sólo cuando nos interrogamos acerca de la verdad de lo afirmado, asumimos del todo la intención del texto y con ello, su sentido. La crítica conduce a apreciar la cualidad del texto, que significa determinar su mayor o menor perfección: su integridad, su armonía, su claridad y en general, su expresividad. Es ver si el texto está bien hecho, luego si nos gusta y por último, dónde reside su atractivo para nosotros. Sentido y cualidad del escrito son su intelección. En esta crítica -sea teológica, filosófica, científica, moral, histórica o literaria- pesa todo el conocimiento y la experiencia que el lector haya podido adquirir.

Leer, después de este proceso, debe en última instancia sernos útil para varios fines. Teniendo el texto en la mente y la memoria, la lectura exige relacionar aquél con el resto de nuestros conocimientos o con los nuevos temas que van llegando a nuestro saber. Lo escrito y leído hay que poder evocarlo en el momento oportuno. Porque después de todo, ¿para qué leer? Para pensar y meditar en lo leído. Para que esa palabra ponga fin a nuestro silencio en el trabajo que hace el intelecto al compartir. Para guiarnos a nuestro cultivo y perfección intelectual, al afianzamiento de nuestra calidad humana; a ser parte activa de nuestra cultura. Para disfrutar de lo bueno de la vida que es fundamentalmente: el producto de la creatividad artística en todas sus manifestaciones. Ya lo dijo Goethe: "Todos los días deberíamos preocuparnos por escuchar buena música, por leer hermosos poemas, extasiarnos en lindas pinturas y hablar palabras razonables"

*Aclaremos: el prefijo post, sólo se usa cuando precede a una vocal, caso contrario pierde la t.-ej. postoperatorio, posmortem-

papasalitre@yahoo.com
papasalitre@gmail.com
papasalitre@hotmail.com

El Cisne de Rubén Darío. Por: José Antonio Pulido Xambrano

A José Gregorio Vásquez.



No era la primera vez que tenía aquel extraño sueño. Nadja era seguida por un lobo en aquella casona de amplios corredores.
Desde niña Nadja había sentido un extraño gusto por la muerte. Siempre pedía permiso a su abuela para juguetear en el cementerio del pueblo. En sus sueños, cementerio y casona se hacían uno sólo. Espacio de ese horror al que era llamada y de la cual huía de forma desesperada.
Siempre en el sueño era llevada a una antigua mansión, enrejada y con murallas muy altas. La mansión era muy grande y allí en el ventanal del primer piso frente a una chimenea estaba el monstruo avivando el fuego. Un ser entre perruno y cerdo. Ella se internaba en aquella extraña casa inundada de miles de cuartos y pasadizos, así como de corredores y ventanas. El monstruo parecía estar siempre en el centro de aquella diabólica mansión. Nadja sabía que el destino de ese sueño era matar o besar al monstruo, pues le repugnaba pero le atraía.
Nadja era una niña muy solitaria, esas niñas de pueblo cuya cara se llena de granos y barros en la adolescencia y les marca para siempre. Nadja no sólo era fea sino torpe. Sus faldas siempre llegaban a sus talones, así como sus camisas de cuadros con las mangas a ras de muñeca. Su cabello rojizo resaltaba más su fealdad y siempre llevaba como Biblia, en sus manos la historia del patito feo. Soñaba, además de la pesadilla con el monstruo, en llegar a transformarse en un cisne. Su amigo Tomy le decía que cuando llegase aquel día le torcería el cuello, así como Rubén Darío había matado la poesía. Tomy adoraba a Darío.

Era fácil encontrarse a Nadja y a Tomy cazando sapos a las orillas de las quebradas, por lo que las chicas de la escuela le gritaban: - “Bruja Puerca”. Tomy tenía un defecto de malformación de nacimiento, cojeaba de la pierna izquierda al tenerla más pequeña que la derecha y uno de sus ojos era desviado, por lo que eran la burla de todos los niños y le decían: - “Pareja monstruo” o protagonistas de la fábrica del horror.

Nadja vivía sólo con su abuela, su madre había partido años atrás al quedar preñada de un policía, el padre de Nadja fue siempre un misterio. Hasta el sacerdote Luiggy había sido nombrado como responsable, y muchos aquejaban la fealdad de Nadja al pecado. Su abuela era viuda desde hace cincuenta años, siempre vestía de negro lo que ayudaba a crear la atmósfera de una niña monstruo.
El sueño era repetido cada noche y cuando entraba a la mansión nunca lograba salir. Tanto ella como el monstruo se perdían, como si el mismo monstruo huyera de ella y ella del lobo que le seguía. Le huía a la bestia de la naturaleza, pero seguía los pasos de una bestia racional que se asemejaba a un hombre.

Años después Nadja logró huir del pueblo de San José de Bolívar, el lugar del confín del mundo. Nada quedaba más por hacer, su abuela había muerto y la casona había sido tomada por un deudor.

Nadja había sido expulsada de su único hogar. Tomó el autobús y decidió seguir los pasos de la gran ciudad. Buscar a su madre. Nunca la halló. Bueno, Nadja nunca supo que su madre la negó siempre, ella jamás habría podido parir aquel engendro – se decía.

Tomy su único amigo lloró de manera desconsolada, el que Nadja se fuera del pueblo, ahora con quién atraparía sapos, lagartijas y ranas.

Cuando pisó la ciudad de San Cristóbal, Nadja se sintió en el mundo de sus sueños, caminó sin rumbo cierto por aquellos parajes. Cuando se detuvo, estaba frente a la mansión de sus sueños. Nadja abrió la reja de metal y se dirigió a aquella casa, ubicada en una esquina de aquella ciudad. Tocó la puerta y se oyó el ladrido de dos perros. Se escucharon unos pasos lentos venir hacia la entrada. Un anciano envuelto una bata roja abrió la puerta y se le quedó mirando.

- Entra, mi señor te estaba esperando, has llegado a donde perteneces Nadja.

Nadja entró a aquella mansión idéntica a la de sus sueños, sólo que aquella no tenía ventanas. Un cuadro de Rubén Darío pendía a la izquierda de las escaleras. Nadja se dirigió a la biblioteca y se quiso perder allí y nunca salir.
El anciano le señaló el cuarto de Nadja, le manifestó que a la siguiente noche, el señor de la casa cenaría con ella.

Al despertar Nadja a la siguiente mañana, tras aquel sueño intranquilo, se encontró en su cama convertida en un cisne muy bello. Hallábase echada sobre el duro plumaje de su espalda, y, al alzar un poco la cabeza, el viejo atinó un hachazo.
Aquella noche el monstruo devoró aquel hermoso cisne, ante una botella de vino tinto y tocando a Bach en su Stradivarius.