martes, 30 de octubre de 2012

Gambito de barrio



Adaptación de una anécdota o chiste, no sé bien, contada por el poeta Antonio Mora en su despacho de la Panadería Cristal. 

Algunos casos trágicos, famosos a fuerza de repetición, han convencido a la gente de la naturaleza violenta de los boxeadores: lo que pudiera presumirse como habilidad y tesón deportivo se concluye como maldad e incorrección. Las mujeres, sabiéndose las víctimas primeras y últimas, son las más reacias a ver el conjunto de otra forma y exigen percepciones solidarias a sus familiares y conocidos.
            En mi barrio había un gimnasio de boxeo; a él acudían sobre todo obreros jóvenes y muchachos de liceo.  Era el tiempo de los grandes combates y muchos soñaban con mujeres opulentas y lujos ganados a golpes en estadios desmesurados edificados con oro y cristal. Otra gente simplemente venía a sudar y a hablar de los temas comunes: novias reales o imaginarias y puños. Los que éramos poco duchos en ambos tópicos nos conformábamos con desviar el tema.
            Casi todos ostentaban apodos: el mío era el profesor, aunque no pasaba de estudiante mediocre, porque siempre llegaba con libros. Sabía que el respeto que no me ganaba golpeando el saco o saltando la cuerda (mi poca habilidad y similar gusto por ser golpeado delante de la gente limitaban mis actividades en el recinto a ambos eventos) me lo garantizaba las novelas vaqueras y  de ciencia ficción con las que, a decir de mi tía la que hablaba mal de todos sin mirar a quién, estaba perdiendo mi vida. Cuando, cansado o con pereza, abandonaba el ejercicio y me concentraba en la lectura, creía notar la mirada pasmada de algún concurrente.
            Mis idas al gimnasio me permitieron, antes que aprender las artes del pugilato, descubrir que lo que se decía de los boxeadores no era cierto: Pablo, un compañero del liceo, grandote para mis modestas proporciones, era un muchacho que pedía disculpas en las pocas oportunidades en que esgrimía una opinión. Análogos caracteres podían atribuirse a  Runcho y a Tote. Ante tamaña injusticia fue fácil decidirme: debía hacer algo para paliar la mala fama que teníamos (la solidaridad me da derecho a la propia indulgencia)
            La solución fue evidente, al menos para mí. Si el boxeo tenía fama de tosco, el ajedrez tenía el respeto de todos, en particular de los que no lo entendían: dos jugadores de ajedrez sentados frente a frente, eso no lo recriminaba nadie, al menos entonces, cuando aún estaba fresco el recuerdo de Fischer y Spassky luchando en una remota isla en plena Guerra Fría. De modo que, confiando en  mis exiguos conocimientos,  convencí a mis amigos que me dejaran enseñarles las bases del juego ciencia en un sitio bien visible para las personas importantes del barrio.  A tal efecto, nos sentábamos todos los días más o menos a las cinco de la tarde en las mesas que estaban afuera de la licorería de Hernández.
            Mis amigos, con una paciencia espartana, resistían, tablero de por medio, mis peroratas desinformadas sobre fianchettos, iniciativa y defensas sicilianas que precedían a las partidas que le obligaba a jugar y que luego comentaba con arbitrariedad. Frente a nosotros, un televisor a todas horas encendido amenazaba con desconcentrar a los educandos, e incluso al instructor, a pesar de sus colores desvaídos y equívocos que Hernández atribuía a un filtro quemado que habrían de traerle de Cúcuta muy pronto.
            Runcho convenció a dos muchachos más y, pasadas cinco semanas de clases, decidí que había llegado el momento de dar un paso al frente y organicé el campeonato del barrio. Aparte de mis pupilos, se inscribieron Juan Pachón Zúñiga, el sastre anarquista  y Lucio, el hijo treintañero de la señora Trina, que se las daba de intelectual o de deportista según el ambiente en que estuviese, que no trabajaba ni se había casado por causa de un penoso accidente en bicicleta sobre el cual nadie hablaba, al menos mientras yo estaba presente.
            Pachón Zúñiga ganó holgadamente todas sus partidas en un round robin a doble vuelta e incluso, sabiendo que yo era el entrenador de casi todos sus rivales, me retó a jugar contra él para saber quién era el mejor, posibilidad que decliné esgrimiendo la evidente afectación de la calidad moral de torneo si asumía la perogrullesca condición de juez y parte. Anuncié entonces que se venía la Gran Final, entre Pachón Zúñiga y Tote, a lo que el primero se opuso: “Si le saqué dos puntos y medio a ese muchacho”, argumentaba con exiguo espíritu deportivo. Me dispuse a una negociación que presumía larga, para determinar las condiciones del match a plena satisfacción de ambos sesudos, cuando intervino Hernández, quién como patrocinante dictaminó: “Acaben esa tochada ya”.
            Entonces me senté a escribir con marcador el nombre del ganador, del segundo y del tercero en unos diplomas de cartulina que mi cuñado me había hecho, a escondidas, en la tipografía donde trabajaba. “¿Y esa vaina qué es?” preguntó Tote, señalando el televisor. En la pantalla algunos hombres forcejeaban, intentando impedir el paso a otros, decididos a huir de una oficina ubicada, presumí, en el centro de Caracas. Uno de estos últimos logró sortear el cerco y corriendo sin demasiada decisión se alejó unos metros. Pero tal vez movido por la solidaridad, regresó y se paró frente al grupo. Un tipo alto salió entonces del grupo que bloqueaba la salida y a la vez que gritaba "pendejo" le dio un golpe al otro tipo, con la mano abierta y un poco más debajo de la oreja, que lo hizo caer, circunstancia que fue aprovechada por dos más para acercarse a darle patadas. Minado como había sido el número de los sitiadores, los de adentro pudieron salir, pero se notó que lejos de su ánimo estaba la intención de abandonar  el lugar cuando volvieron a ingresar para retornar a la escena esgrimiendo sillas y otros objetos aptos para golpear. La voz del narrador de noticias anunció, sin demasiado énfasis: “Continúan los problemas en la Federación de Ajedrez relacionados con la rendición de cuentas de la junta directiva saliente”. Mientras esperaba algún obvio comentario de los presentes, apreté en la mano un diploma y con poco esfuerzo pude hacer de él una pelota. 

miércoles, 17 de octubre de 2012

Doña Julia, las culebras y el kerosen

Por: José Antonio Pulido Zambrano


En la calle Bolívar de mi pueblo, entre carreras 9 y 10, en la época de mi niñez vivió una vieja, en la cuadra nosotros la conocimos como Mana Julia. 
La casa de Mana Julia era muy humilde, vivía con su esposo el señor Esteban, y eran los únicos que vendían kerosen en el sector de El Topon.
Por algún motivo todos los niños de la cuadra le tenían mucho miedo, decían que era bruja. 
Mana Julia era alta, enjuta, muy arrugada, con los dientes careados, viciadora de chimú y miche claro o "aguardiente". Nuestros padres contaban que a Mana Julia la habían picado muchas serpientes en su huerto, pero eran tantas las picadas que se había vuelto inmune al veneno, quizá por ello veíamos sus uñas largas y negras de tierra con asco, miedo y repulsión, ya que cuando nos portábamos mal el castigo oral era: "Siga portandosé mal, para que un día de estos Mana Julia le meta un pellizco". Un pellizco de Mana Julia era sinónimo de muerte para los niños de la cuadra.
Recuerdo que ya de adolescente murió el señor Esteban, él era de contextura más baja, flaco y con un sombrerito de rayas que acostumbraba llevar de medio lado. Por ello decidí ir al velorio, para sorpresa mía, a la única que encontré en la sala velatoria fue el ataúd solitario con el señor Esteban e Irma Polla (personaje típico de mi pueblo) rezando unas letanías de lo más de hermosas, jamás he vuelto a escucharlas.
Me acerqué a ver el difunto, y lo que más recuerdo eran sus uñas, el cadáver era pálido, estaba como dormido el señor Esteban, pero sus uñas y las yemas de sus dedos eran muy moradas, eso me recordó el mito de Mana Julia y la picada de serpientes, pero para calma mía Irma - que al parecer sabía mucho sobre la muerte - me explicó que todos los muertos se le ponían las "uñas moretadas" o color morado.
Mientras que estuve en la casa de Mana Julia, nunca le vi salir y al despedirme volvió a quedar sola con el difunto la estrambótica Irma Polla.
Mi casa quedaba detrás de la casa de Mana Julia y mi papá siempre le compraba el kerosen a Mana Julia por el lindero, y ella siempre le ponía quejas de nosotros para con ella: "...que si le tirábamos piedras a las gallinas, que nos montábamos en el techo, que nos comíamos las guayabas de un guayabo de su propiedad pero cuyas ramas caían en el gallinero de nuestras casas, entre otras travesuras..." Si algo caracterizaba a Mana Julia también era su mal carácter.
Un día de la nada desapareció Mana Julia, mi padre tuvo que empezar a comprar el kerosen en otro lado y la casa de ella se empezó a enmontar y curtirse de olvido y soledad. Todos los niños creímos que se la había llevado el Diablo por ella tener pactos con las culebras, que según mi abuela María Isabel era el animal que había ocasionado el pecado y había parido el mal sobre la tierra.
Ya de adulto desentrañe el misterio, resulta que Mana Julia había tenido un hijo, que desde muy pequeño se había ido del pueblo, ya al morir el señor Esteban y Mana Julia cubrirse más con el manto de la arrugas, decidió venir y llevársela, murió lejos, muy lejos del pueblo Mana Julia.


Chamos de la cuadra en la época de Mana Julia: 
José Antonio Pulido, Gerson Vivas, Magin Vivas, 
Gilberto Pulido, Pedro Pulido y Jairo Vivas.

domingo, 14 de octubre de 2012

LA MATA DE PUYAS

por Héctor La bella y bulliciosa Caracas, se dice que fue fundada por Diego de Losada el 25 de julio de 1567. Ahora, investigaciones han determinado que Losada no fundó ninguna ciudad, sino que reedificó los dos enclaves que los indios habían destruido unos cuatro años antes: la villa de San Francisco y el pueblo costero de El Collado, que ya existían desde 1561. Esta puede ser la razón de que no exista el acta de fundación de Caracas, ya que la ciudad capital estaba fundada desde 1561; primero como hato establecido por Francisco Fajardo, y después convertida en villa por Juan Rodríguez Suárez, que nombró alcaldes y regidores y repartió tierras entre sus soldados. Cuando Losada y sus hombres llegaron al lugar en 1567, encontraron los cimientos y las cenizas de la primitiva población. En todo caso en 1967 se festeja con gran pompa y significación. Los caraqueños como Miguelito, se sienten orgullosos de su ciudad. Al menos eso le inculcan en su escuela. – Amá, ¿barco se escribe con “v” de vaca chiquita o con “b” de burro grande? – ¿Qué lavativa es esa de vaca chiquita o burro grande? ¡Ah muchachito ‘pa loco este! Tú sí que pareces un burro chiquito, es lo que es. – Así dijo la maestra, güeno yo no sé, eso es muy enredao. – Ya te he dicho mil veces, sin exagerar, que no se dice güeno, sino bueno. Y barco se escribe con “b” grande o de burro o labial, que llaman. – Güeno, bueno. Así transcurría la mayoría de las tardes en la única pieza del ranchito, la cual servía de salita, cocina y comedor durante el día y como dormitorio por las noches. Al finalizar sus tareas escolares, Miguelito se llevaba las dos latas de manteca vacías para cargar el agua. Mientras tanto, Aurora, su joven y abnegada madre le guardaba un buen pedazo de rica melcocha, la cual hacía las delicias del muchachito. Ella había descubierto que este era un método infalible para que Miguel se demorara lo menos posible, trayendo el agua desde el chorro que había en la plazoleta. Antes le daba la meriendita inmediatamente después de hacer las tareas y después lo mandaba a la pila, y el agua casi siempre llegaba a la hora de la cena, cuando ya “el hombre” había llegado, lo que le daba a éste un motivo para empezar a pelear, estuviera o no, borracho. Principalmente, los motivos para que se demorara eran los juegos infantiles y los amigos del barrio. Miguelito se distraía volando papagayos, los cuales elaboraba él mismo con gran habilidad y utilizando los más variados materiales, sobre todo de desecho. También jugaba metras a “pepa y palmo”, bailaba trompos y jugaba con un gurrufío, que en Venezuela, es el nombre de un juguete normalmente compuesto por dos chapas de botella aplanadas y ensartadas en dos orificios por una cuerda atada a sí misma. Se soporta con ambas manos, cada una sosteniendo una parte de la cuerda, el cual también sabía confeccionar. A veces le apetecía andar solo; entonces se iba a la parte más alta del cerro, allá en Vista al Mar, para soñar despierto, actividad compartida con todos los niños del mundo. Recolectaba y comía frutas silvestres y se sentaba en el borde de una piedra a disfrutar de la brisa y la vista. Se divisaba desde allí, la más o menos cercana autopista que va al litoral central y por la cual, según se imaginaba el niño, transitaban “millones” de vehículos, “…El Litoral Central o lo que muchas personas llaman “La Guaira” es la zona central de Venezuela, al Norte de la Cordillera. Esta zona es de alta importancia tanto turística como comercial por su cercanía con la capital, Caracas, y por contar con el Aeropuerto Internacional Simón Bolívar en Maiquetía y el Puerto de La Guaira…”, recordaba Miguelito que decía una cuña perteneciente a la campaña Venezuela Tuya, dirigida a promover el turismo mediante cortos y afiches en los que se daban a conocer bellezas naturales de la región central, Mérida, Margarita y los llanos principalmente. Frecuentemente recordaba una vez, -realmente la “única” vez- que fue a la playa. Lo llevó una tía suya y pasó allí uno de los días más maravillosos de toda su corta existencia. Se le aguaba la boca nomás de recordar el sabroso pescado frito con tostones y ensalada que comió a la orilla del mar, en el Paseo de Macuto. – Epa Miguel, ¿quién era ese señor que fue a la escuela el otro día a buscar tu boleta de notas? – ¡Guá, el papá de mi hermanito! – Ah, sí es verdá que tú no tienes papá. – No, bolsiclón, no ves que yo nací por la manga de la camisa de mi mamá. ¡Claro que tengo papá!, lo que pasa es que por aquí en el barrio no lo conocen porque se la pasa viajando en barco del que se escribe con “b” de burro grande. Él es marinero mercantil. – ¡Ja, ja! Tú sí que eres bien bruto Miguelito. I que, marinero mercantil, será Marino Mercante. – ¡Ah!, ¿ves? Tú mismo lo ‘tás diciendo y fíjate que por el barrio no me creen. Eso es pura cochina envidia. – Coye y tú papá de verdá, verdaíta…. ¿nunca te trae ná? – Sí… món. Pero todo lo que me trae me lo está guardando pa’ cuando yo esté grande: juguetes, ropa, zapatos y todo eso, pa’ que no se me eche a perder. Y en conversaciones de ese tenor, palabras más, palabras menos, recorría Miguelito el trayecto hasta la humilde vivienda sin derramar ni una gota del vital líquido, con miras a degustar su deliciosa melcocha, de la cual invariablemente convidaba a Lucio, su compinche más incondicional. – Miguel, ¿será verdá que de todo lo que uno siembra, nace una mata? – Sí, ho…, cualquiera pepa que se siembra en la tierra, nace. – pero no, yo no digo una pepa. – ¿Ah no, y entonces qué se siembra, las hojas? – Yo digo que si uno siembra una mata de puyas… – Ah claro, también –dijo Miguel con la solemnidad de un catedrático— yo el otro día andaba por allá arribooota buscando unas moras y me enredé con las puyas de una mata y me espiné todo el brazo. – No gafo, no me refiero a de esas puyas, sino de estas –y extrajo del único bolsillo que no tenía roto un par de relucientes centavitos que le regalara su madrina el domingo después de la misa. Para quienes pertenecen a nuevas generaciones y seguramente lo ignoran, puya es el nombre coloquialmente dado a una moneda –oficialmente el centavo– cuyo valor era de 5 céntimos de bolívar; el valor de la locha, era de 12 céntimos y medio; y el valor de un mediecito era de 25 céntimos. – Güeno, que digo, bueno yo creo que sí. Vamos a probar, sembramos una en el patio de atrás de tu casa y la otra la gastamos en la pulpería de ‘ño Julián comprando caramelos. – ¡‘Tá pago! –dijo Lucio con la carita iluminada por la ilusión que le hacían la futura mata de puyas y los caramelos de una de nuestras añejas y criollísimas pulperías. Éstas eran establecimientos que expendían al por menor, básicamente comestibles. Las pulperías se encuentran generalmente, pero no únicamente, en los barrios o vecindarios más pobres de las ciudades y pueblos ya que venden artículos fraccionados, es decir, porciones muy pequeñas para su consumo diario. Así como trozos pequeños de queso, porciones de manteca, mantequilla, azúcar y granos. De allí el refrán popular: “Cada pulpero alaba su queso”. Estos negocios eran atendidos “el pulpero”, quien generalmente usaba un batón y una cachucha. Este personaje instituyó en Venezuela las tradicionales “ñapas”, las cuales constituyen por definición: Regalo que se le da a las personas al comprar algo, a veces un poquito adicional de lo se está comprando, otras, una golosina de poco valor monetario pero que a un rapazuelo le llenaba el corazón de alegría. El país y el tiempo siguieron su marcha, a ratos avanzando y a ratos más lento. Cambiaron algunos gobiernos y un día… AUTOPARTES “MIGUELUCIO” REPUESTOS PARA CARROS AMERICANOS Y EUROPEOS Dos hombres jóvenes contemplaban desde la acera de enfrente, en la avenida Bolívar de Catia, el aviso recién instalado sobre la entrada de su negocio, cuya inauguración se llevaría a cabo esa misma tarde. – Bueno socio –dijo Lucio a su amigo Miguel–, ya podemos comenzar a trabajar para el público, porque ya estábamos trabajando muy duro, pero sin ganar ni un centavo, ahora a vender y a servir. – Hablando de centavos, ¿cómo te parece Lucio?, ahí está nuestra “mata de puyas”. –¿Cuáles puyas y de mata me estás tú hablando chico? – De aquél centavito que sembramos cuando chiquitos en el patio de tu casa, ¿no lo recuerdas? Era sólo una fantasía de niños, pero aquí queda demostrado que con estudio, trabajo y sentido de la responsabilidad, se hacen realidad las “matas de puyas”.

lunes, 3 de septiembre de 2012

¡Bendita vida, bendita profanación!

En breve, los territorios de tu piel; hasta ahora prohibidos y sagrados, serán profanados por mis huestes, quizás un poco cansadas y fatigadas, pero aún fuertes e indómitas. Lo antes vivido, se nubla en el pasado. Lo real, lo importante, lo esencial, es lo que viviremos y sentiremos juntos, tu y yo; aquí y ahora. ¡Bendita vida, bendita profanación!…

jueves, 5 de julio de 2012

No te extraño

Podría extrañar tu presencia, cada vez ya más lejana… Lo que no extraño es tu ausencia, frecuente, desatinada. La una, me dio la vida, La otra, me la arrebata. De tanto hacerte extrañar, lograste que te olvidara.

martes, 27 de marzo de 2012

Astolfo y los Globos de los Sueños




Con un morral lleno con un par de mudas de ropa de medio uso, el sueño de triunfar como cantante y un montón de batallas por ganar, se terció la vieja guitarra al hombro y salió a la carretera. El sol y una fresca brisa bañaban su joven y hermoso rostro. Aspiró profundo para llenar los pulmones de aire y su espíritu de esperanza. Caminó por la orilla izquierda --como le enseñara su padre, otro Astolfo ya difunto--, por más tiempo del que sus cansados pies podían soportar. Finalmente se detuvo en un cruce de caminos, por donde pasaban automóviles y camiones rumbo a la capital del estado y a Caracas.
El camionero le despertó con un toque en el hombro.
--Epa muchacho, voy a parar un rato para estirar las piernas, poner gasolina y comer algo. ¿Te provoca un par de arepas y un café con leche?
--Sí señor, ¿cómo no? lo único que tengo entre pecho y espalda es un buchito de café negro que tomé antes de salir del rancho, a las cinco de la mañana –respondió con gratitud.
--Ya pasan de las nueve y media y también tengo hambre.
El hombre observaba al joven mientras éste devoraba, literalmente, las arepas rellenas con carne mechada. De pronto reparó en la guitarra, la cual no desamparaba como un tesoro muy valioso.
--¿Y esa guitarra, eres músico?
--Bueno, músico, músico no, me acompaño con ella para cantar.
--Y ¿pa’ dónde vas?
--A la capital. Voy a tener mucho éxito como cantante. Cantaré en la televisión, voy a grabar discos y ganar mucha plata, ¿sabe? Le voy a comprar una tremenda quinta a mi viejita y una nevera grandota, que siempre va a estar llena de comida.
--¡Ay carajito! Los pobres no tienen sueños, nomás tienen pesadillas.
--Yo sí lo voy a lograr señor, cuando sea famoso lo voy a invitar a comer en el mejor restaurante de Caracas.
--¡Así se habla, carajo! Con ganas de ganar. Mira, llegando a Valencia hay un carajo amigo mío que tiene un motel con una taguara bien montada. Los fines de semana, esa vaina se llena con gente que va a tomar y a bailar. Él, a veces presenta conjuntos de música criolla y a jóvenes, que como tú, por algo de dinero, comida y alojamiento, cantan para un público que al final no es muy exigente.
--Eso sería estupendo. ¿Me lo presenta?
--¡Clarinete! A eso de las cinco o seis de la tarde, iremos llegando allí, y como es viernes, hasta puede que empieces hoy mismo, si le caes bien al tipo. A propósito, ¿cómo tú te llamas?
--Astolfo Benavides, señor.
--¡Ja, ja, ja! Perdóname hijo, pero eso no es nombre, es castigo. Mejor te presentas en el local del italiano con otro nombre. ¿Qué te parece Alexander, como nombre artístico que llaman? Ya sé que hay varios “Alexánderes” por ahí, pero es pegajoso y como que trae suerte. Será porque suena a extranjero.
--La verdad, yo me siento orgulloso de mi nombre, que era el de mi padre también, pero usted tiene razón, la gente es muy novelera con los artistas.
--Oye, ¿y eres bueno? Porque si te voy a recomendar con el italiano…
--Allá en mi pueblo cantaba en la Iglesia y los muchachos siempre me buscaban pa’ llevarle serenata a las novias. Todos allá dicen que canto muy bonito.
--Entonces, ¡tú cantarás! Y de hoy en adelante, Alexander.
La especie de discoteca gigante, que resultó ser nomás un enorme caney con rústico mobiliario y una tarima, estuvo llena todo el fin de semana. Astolfo prosiguió hacia la capital con más dinero en el bolsillo del que había visto en toda su corta vida. No era mucho, realmente, pero él era muy pobre y la riqueza es una magnitud tan relativa, que para un limpio, unos pocos miles, son toda una fortuna.
A las pocas semanas, muchos de los globos de sus sueños, ya habían sido reventados por los dardos de la realidad, una realidad que a un joven de esa edad se le antojaba cruel, dura, infame. Había llegado a una ciudad con muchas casas, pero pocos hogares; mucha gente, pero pocos seres humanos. Una ciudad llena de “panas”, pero muy pocos amigos y con muchísimas casas, pero casi todas enrejadas. Llegó a creer que la experiencia de Valencia era sólo el principio de una vertiginosa carrera artística. Pero resultó nomás un evento aislado, una burla del destino o lo que sea que llamen así. Una ilusión sin fundamento real.
Un buen o mal día se halló cantando en el bulevar, entre Sabana Grande y Chacaíto y recibiendo unas pocas monedas de transeúntes que en nada valoraban su arte. Sólo arrojaban metal al estuche de guitarra, para poner un parche a su conciencia y seguir su camino.
Pero en la vida, las cosas cambian. Al cabo de un par de años, tal vez un poco menos, llegó su “manager” a la habitación del hotel y le informó:
--Bien Alexander, aquí están tu pasaporte, los dólares para el viaje y los boletos. Ya sabes lo que hacer en Nueva York al arribar al aeropuerto John F. Kennedy. Ahora trágate los globitos y está listo a las cuatro en punto de esta tarde, para llevarte a Maiquetía. Tu avión despega a las 06:45 pm.
La pobre vieja se quedaría esperando la quinta y la nevera llena de comida. ¡Ah!, y las novias del pueblo, sus serenatas. Los últimos globitos de los sueños se reventaron dentro de Alexander. Volvía a ser Astolfo, otro difunto Astolfo.
Irónicamente falleció en el aeropuerto que llevaba el nombre de quien dijo:
No podemos negociar con aquéllos que dicen: “lo que es mío es mío y lo que es tuyo es negociable.

Corazón, estoy bien, corazón.



Adalberto Bermúdez, se hallaba en el consultorio del prestigioso cardiólogo, en cuyas manos se había puesto días antes, por la presunción de que fuera cardiópata.
--Pero doctor, si usted me dijo que estaba muy preocupado, que todo parecía indicar que mi corazón no…
--Nada, nada, Amigo Bermúdez, no hay de qué preocuparse, esos equipos de diagnóstico electrónico no se equivocan jamás. Esa pequeña arritmia que percibimos hace unos días puede ser una falsa alarma y nada más. El estrés, amigo mío, se toma usted el trabajo demasiado en serio.
--Doctor, ¿y la fatiga que siento al subir una escalera, y las escaladas de la presión arterial?
--La angustia que le provocó la sospecha de tener un grave daño cardíaco, le ha sugestionado de tal modo, que ha comenzado a somatizar sus temores, al extremo presentar, aparentemente, síntomas de una enfermedad que no tiene.
--Tengo que comunicárselo a mi esposa, ha estado muy angustiada estos últimos días. Entonces ¿No hay duda doctor, estoy sano?
--¡Como un toro!, los resultados de esas pruebas no indican nada que deba quitarnos el sueño. Más aún, le hago una recomendación de médico y amigo. Llame a su mujer e invítela a salir, llévela a almorzar y tómense la tarde libre para hacer lo que les plazca. No se ponga límites. Y por último, es una orden, llame desde aquí mismo a su oficina y diga que no volverá hasta mañana, que se las arreglen sin usted. Hágalo, amigo Bermúdez, hágalo usted y sea feliz.
Bermúdez salió del consultorio del cardiólogo sintiéndose un hombre nuevo. Su semblante rejuvenecido irradiaba alegría y optimismo. No era para menos, apenas dos semanas atrás, su médico personal había mostrado mucho recelo por la condición de su corazón, el cual parecía estar seriamente dañado. Con base en ese diagnóstico le fueron practicados unos exámenes con equipos de la más avanzada tecnología, arrojando los mismos, como resultado un corazón fuerte y sano a los cuarenta y siete años.
--Julieta, Julieta corazón, no tengo nada, estoy bien mi amor. Estoy bien del corazón.
--¡Qué alegría! Adalberto de mi alma. ¿Qué te dijo el doctor?
--Basándose en las pruebas que me hicieron, todo está bien. Voy a vivir más que Matusalén. Ahora prepárate para que salgamos por lo que queda del día. Vamos a divertirnos, corazón.
Andaban por la calle como un par de adolescentes tomados de la mano, dando saltos y riendo por todo. Ambos estaban felices y con sobrada razón. La noticia para Adalberto, fue como si a un reo condenado a pena de muerte, le notificaran de un indulto a última hora.
Después de un suculento almuerzo, que nada tuvo que ver con la odiosa dieta de los quince días más recientes, se fueron a un piano-bar cercano, donde se podía bailar desde el mediodía.
--¡Cuánto hacía que no bailábamos, Julieta! Se olvida uno de vivir por tanto trabajo y tantas obligaciones. Es lo que realmente nos daña la salud, el no disfrutar y no reír.
--Sí, mi vida prométeme que de hoy en adelante, vamos a salir con frecuencia y a pasarla rico, como hemos hecho hoy.
--Prometido corazón, ahora que sabemos que estoy bien del “ídem”.
Rieron y rieron; no cabían dentro de sí de tanto gozo y dicha. Salieron del piano-bar y tomaron por la autopista hacia el este de la ciudad, para sólo deambular y pasear sin rumbo fijo. Cuando llegaron a la vía de la cercana ciudad de Guarenas, vieron que había un parque de atracciones mecánicas recién instalado. Se miraron con complicidad y a coro se dijeron:
--¡¿Por qué no?!
Y con renovado entusiasmo, entraron y compraron un montón de boletos, dispuestos a montarse en todos los aparatos más de una vez, en cada uno. Comieron algodón de azúcar, perros calientes, dispararon a los globos. Adalberto ganó para Julieta un oso de peluche gigantesco, que quizá ni cabría en el automóvil. De pronto se hallaron ante el mayor desafío: la enorme Montaña Rusa, la cual era anunciada como la más alta, larga y rápida de todo el continente. Adalberto aceptó el reto. Total, su corazón era fuerte y sano. Decidió subir y Julieta lo secundó. La adrenalina fluía a torrentes y la emoción les produjo la mayor sensación de vitalidad en muchos años.
Después de llegar a su pent-house de Altamira, Adalberto se sintió un tanto fatigado, pero era natural. “Hemos tenido una tarde y noche de marcha forzada”, se dijo. Luego de una ducha, se sirvió un trago largo para relajarse un poco antes de irse a la cama. Esa noche, hicieron el amor como conejos y sólo fue muy entrada la madrugada cuando por fin se durmieron.
En la mañana temprano, sonó el teléfono. Julieta con mucha pereza y pocas ganas, descolgó el auricular para encontrarse con la voz del cardiólogo.
--Señora Bermúdez, ¡al fin la ubico! Desde ayer por la tarde hemos estado tratando de comunicarnos con ustedes, infructuosamente. Se ha cometido un grave error. Los resultados que vimos como los de su marido, eran de otra persona, un hombre de treinta y cuatro años llamado Alberto Bernárdez. ¡Póngame a su esposo al teléfono por favor!
Julieta le llamó enseguida:
--Adalberto, corazón, Adalberto. ¡Adalbertooo!
Nunca despertó. Había sido infinitamente feliz las últimas dieciocho horas. Estaba muerto, pero con una sonrisa de placidez en los labios.

Buen FIN.

lunes, 26 de marzo de 2012

¡Ahora que recuerdo! Héctor Estrada Parada Veneco



La maceta con flores cayó desde el segundo piso, estrellándose en la cabeza del hombre, quien se desplomó sin sentido sobre el pavimento. Un tumulto de gente se arremolinó en torno al desdichado que sangraba por el cuero cabelludo.
--¡Sí, sí, está vivo!, vamos a llamar a una ambulancia.
--Mira, ya está volviendo en sí, está intentando abrir los ojos.
Decían los andantes que trataban de prestarle algún auxilio.
--¿Qué…, qué pasó…? ¡Ay mi cabeza! –dijo llevándose las manos al cráneo--, me duele mucho.
--Cómo no le va a doler amigo, si le cayó eso en la cabeza. –dijo otro, señalando la maceta hecha pedazos.
Le ayudaron a levantarse y a limpiarse un poco la sangre que ya dejaba de manar. Dentro de lo desafortunado del evento, había tenido suerte por usar sombrero, el cual amortiguó el golpe de tal manera, que le salvó la vida. Estuvo sentado un rato a una de las mesas del Gran Café. Los meseros le pusieron hielo para evitar parcialmente la inflamación y le dieron a beber un té.
--¿Está seguro de no querer ir a un hospital?, mire que el leñazo fue duro.
--No gracias, ya me voy sintiendo mejor. Dentro de un rato me levanto de aquí y me voy despacito… ¿pero adónde? Oiga –interrogó con cara de angustia--, ¿Dónde estoy?
--En Sabana Grande, amigo, en la Calle Real.
En blanco, su memoria estaba en blanco. Hizo un esfuerzo para levantarse de la silla, “pero para ir adónde, si no recuerdo ni quién soy, ni qué hago aquí”. Buscó, según le recomendó un policía. “¡Mi cartera!, claro ahí debo de tener identificación y todo lo demás.” Llevó su mano al bolsillo interno del saco, luego al pantalón. Nada. “Quizá me la robaron cuando estaba inconsciente en el piso”. Lo único que halló en el bolsillo de la camisa, fue un papelito que decía:

“Dr. R. H. Campos, Odontólogo.
Calle Real de Sabana Grande. Edif. Radio City.
Of. 6, 5:00 pm.”


Fue escrito a mano y con descuidada letra. Cuando palpaba sus ropas, buscando algo que le ayudara a la memoria, tocó bajo su axila izquierda algo metálico, frío, pesado. Disimuló mientras estuvo acompañado, pero al rato, al quedarse solo se escondió en un recodo de la calle, para comprobar que era, en efecto, un revolver. Su desconcierto aumentó. “Pero… ¿porqué ando armado, será que soy policía o detective privado? ¡Qué vaina tan rara!”
Volvió a mirar el papelito y decidió ir a esa dirección por tres motivos: 1, era su única pista, 2, no tenía más adónde ir, y 3, se hallaba a unos pocos pasos de ese lugar.
--Le repito, señor, que el doctor Campos es dentista y no médico. --le aclaró la secretaria al verlo con la ropa, las manos y la cara manchados con sangre.
--Y yo le repito también señorita, que quiero sólo hablar con él, no que me atienda profesionalmente. Tal vez pueda ayudarme con un problema que tengo. Es personal.
--Bueno, entonces dígame su nombre para anunciarlo.
--No lo sé joven, no recuerdo ni mi nombre.
--Y entonces, ¿cómo sabe que es amigo del doctor?
--No he dicho tal cosa, solamente…
Pobre hombre, en medio del drama que ya vivía, se encontró con una de esas recepcionistas lentas de entendimiento y estricta cumplidora de sus órdenes. Al parecer el profesional notó lo que ocurría en su antesala e hizo pasar a nuestro hombre a su consultorio. El doctor Campos --hombre joven, de unos treinta años, bien parecido y simpático. Dueño de una fascinante sonrisa, la cual constituía la mejor publicidad para su oficio--, puso todo su interés en relato y se mostró dispuesto a prestar su colaboración para tratar de dilucidar la razón por la cual este individuo, en medio de lo que fue una tragedia atenuada, llevaba sus señas en el bolsillo y desentramar qué clase de vínculo los relacionaba. Después de mucho conversar, al mejor estilo de un interrogatorio policíaco, el atractivo odontólogo llegó a la única conclusión de que no podían concluir nada.
--Lo que puedo recomendar, mi desmemoriado y desconocido amigo, es que se dé una caminata por los alrededores a ver si de repente ve u oye algo que le provoque un chispazo a su memoria, he leído que a veces funciona así.
--Sí doctor, haré lo que me dice y que Dios me ayude. Ya estoy empezando a desesperarme. Gracias por su tiempo.
Al pasar por la recepción rumbo a la salida, vio a una joven y hermosa mujer lujosamente ataviada, en la salita de espera. La secretaria dirigiéndose a esta dama, le dijo:
--Puede usted pasar señora Méndez del Valle. –y a los otros pacientes que pacientemente esperaban—El doctor les pide que lo disculpen, pero que ya por hoy no podrá atender más. Les llamaremos por teléfono para darles una nueva cita.
¡Plop!, el chispazo llegó pronto. Al escuchar “Mendoza del Valle”, el hombre recordó algo, que por la expresión de su rostro, era muy significativo. Fue hilado y rápido su accionar. Extrajo el papel de su bolsillo para leerlo por vigésima vez. Se encaminó al consultorio de nuevo, haciendo caso omiso de la secretaria, quien trató de impedirlo, acto seguido, abrió la puerta en el momento justo en que el dentista y la señora se daban un apasionado beso. Sacó el revólver diciéndoles:
--¡Ya recordé doctor!, les traigo saludos del señor Mendoza del Valle…
La recepcionista también se llevó lo suyo. En ese oficio no se dejan testigos ni se portan documentos.

sábado, 24 de marzo de 2012

Mariela del Mar



Mi amigo Moisés había vendido su lanchita “Nataly”, con su motorcito de 12 caballos, en la cual paseamos y pescamos mil veces. Ahora teníamos que conformarnos con “pescar a pie”.
Nos llegábamos los viernes por la noche, en mi Nissan Patrol hasta Boca Vieja, más allá de Sotillo.
Crisanto, el margariteño tarrayaba un montón de lisitas. Guardábamos una porción para el desayuno del sábado; el resto las usábamos como carnada. Es fácil, se engancha una lisita en el anzuelo, se mete uno hasta que el agua le de por la cintura. Haciendo círculos con el nylon y ayudado por el peso del plomo se lanza a lo lejos, dejando que el carrete libere. Después, a esperar que los feos bagres empiecen a picar.
Por cada pescado que sacábamos, un viaje a las cavitas de anime. Una para guardar el animal, la otra para sacar una cervecita.
De ese modo transcurría la noche. Ya a las cuatro de la madrugada teníamos una cavita casi llena y la otra casi vacía. Era el momento de avivar la candela en la improvisada fogata, sacar del carro la botella de ron y el cuatro “sancochero”. De pronto vimos acercarse a una mujer que caminaba por la orilla de la playa. Iba vestida con una blusa que dejaba al descubierto los hombros y permitía adivinar unos hermosos senos, también llevaba una amplia falda blanca que, por estar parcialmente mojada, traslucía su desnudez; se le calcaban el vello de Venus y las firmes nalgas.
--Esa catira como que anda mas perdía que Adán en el día de las madres, --Comentó Crisanto con su chispa pueblerina e ingenua
--Hola muchachos—Dijo la hermosa rubia de ojos verdes y abundante melena ondulada, -- ¿Cómo la están pasando?
--Pues aquí muñeca, libando una melaza y cantando unos valses, mientras amanece para empezar a preparar un sabroso Corbullón de bagre, sudao con tomate –Le respondió Moisés, dejando de lado el sancochero y ofreciéndole una banquetica a la recién llegada.
--Gracias amigo, me sentaré un rato cerca del fuego para quitarme el frío.
--Y esto también ayudará—Le dije ofreciéndole un vasito con ron seco.
--Pescaron bastante ¿no? Y veo que también gustan de la música y el “Roncayolo”, como le dice mi papá. —Comentó la joven soltando una sonrisa cantarina como una fuente.
--¡Ah si mi niña! Tú sabes que esta es una tierra de músicos. En este país lo que abundan son los borrachos, los músicos y, mejorando lo presente, las mujeres bellas. ¿Y tú qué andas haciendo “poráhi” solita?—Interrogó “El Lobito”—Ah, es que es una noche de despedida—Suspiró con gran tristeza—, y me apeteció caminar un poco.
Luego apuró el trago de ron y mirando al cuatro de Moisés preguntó.
--¿Puedo?
Moisés asintió con un gesto de cabeza y de inmediato la muchacha comenzó a puntearlo a modo de introducción, para seguidamente entonar Alfonsina y el Mar, con una dulce y muy afinada voz de contralto, de la manera más profundamente melancólica, que he escuchado en mi vida, se puso en pie y dándonos las gracias, se fue caminando en la misma dirección por donde había aparecido minutos antes. Cuando estaba a una distancia, en que apenas era audible su voz, se dio media vuelta y nos gritó:
--¡Espero que no me olviden, me llamo Mariela del Mar! --Y se perdió en la oscura madrugada.
La canción de la joven nos conmovió a tal punto que estuvimos callados largo rato. Al amanecer seguimos con nuestra rutina sin confesar ninguno cuánto nos había marcado la presencia de la linda y bronceada rubia.
Después de desayunar, nos dispusimos a limpiar el pescado con tanto desgano que decidimos repartirlo, para llevarlo a nuestros hogares y dar por terminada la actividad. No estábamos de ánimo para elaborar nuestro plato favorito ni seguir tomando. Regresamos a Caracas mucho más temprano que de ordinario y quedando para el fin de semana siguiente.
Habían transcurrido varios meses, un año exactos sin que tuviéramos conciencia de ello. Estábamos el sábado por la tarde terminando de almorzar, cuando el motor de una motocicleta que se acercaba interrumpió nuestros chistes y chanzas. El vehículo se detuvo en la orilla de la carretera de tierra y de él se apeó un joven de como veinticinco años, quien después de quitarse los zapatos y arremangarse el pantalón, se dirigió hacia nosotros a través de la arena caliente.
--¡Buenas tardes señores!—Dijo acercándose y poniéndose en cuclillas.
--Buenas joven –saludamos los cuatro a coro.
--¿Una cervecita fría? –le ofreció Crisanto.
--Sí, gracias. Con este calor…
Nos contó que desde hacía un año, todos los fines de semana iba allí, buscando lo que podría ser un milagro imposible.
--¿Y se puede saber cómo es eso? –le pregunté, tratando de no parecer indiscreto.
--Espero no aburrirlos con mi historia, lo que ocurre es que el año pasado vine aquí con la que, para mí era la mujer más bella de este universo, y cuando les digo bella, es en todos los sentidos. Tenía veintidós años y era mi novia adorada. Nos amábamos como sólo se puede una vez por siglo. Pero cometí la estupidez de mi vida. --El muchacho miraba al horizonte mientras hablaba y su voz se hacía más profunda y triste--. Mi novia y yo, habíamos decidido no tener intimidad física hasta después del matrimonio; eso en estos tiempos parece ridículo pero no quisimos dañar nuestro amor y así fue la determinación que tomamos. Soy humano después de todo y tenía mis apetitos intactos, de manera que caí en la tentación de hacer el amor con una compañera de la universidad, que siempre estuvo dispuesta. Ustedes entienden.
--Sí, chamo –dijo Moisés—la carne es débil.
--Demasiado débil, tanto que a veces nos impulsa a asumir conductas autodestructivas. El caso es que esta amiga mía resultó embarazada y tanto ella, como su familia me presionaron para que me casara con ella. Siempre fui un hombre de principios y consideré mi deber hacerlo. Traje a mi novia –prosiguió—a pasar el fin de semana y buscar un momento propicio para darle la infausta noticia. Lloró mujo, imploró y se rebeló. Fue terrible para ambos, realmente terrible. “Si vas a ser de otra, ¿qué sentido tiene que sigamos amordazando a nuestro amor y a ese inmenso deseo que nos devora desde que nos conocimos?”, me dijo con los lindos ojos verdes enrojecidos de tanto llorar. Y con una mezcla de amor y rabia, me entregó la pasión más enloquecedora que jamás tendré de nuevo. Finalmente entre sollozos, se quedó dormida y yo al rato, también. En la mañana, cuando la luz del sol me despertó, ella no estaba. Salí de la carpa para buscarla, pero después de pasar en ello toda la mañana, decidí ir a las autoridades para que me ayudaran con su búsqueda. A los dos días, los bomberos encontraron el cuerpo de Mariela, enredado con unos cabos, cerca de Carenero.
--¡Mariela del Mar! –dije sobresaltado y mirando a mis tres amigos.
Ninguno de nosotros quería ser el primero en contarle al joven de la moto, el breve encuentro que tuvimos con su hermosa novia.

Fin.

Amor Impaciente



La mujer tiró la colilla manchada de rojo; ésta fue a hacerle compañía a, por lo menos, una docena de ellas. Sí, hacía ya trece cigarrillos que esperaba. No menos de veinte veces había mirado el reloj, la mayoría sin ver la hora, sólo por hacer algo con las manos y su impaciencia. Abrió el bolso para sacar la cajetilla y el encendedor, cuando la imagen del Cadillac azul le interrumpió la acción. “¡Al fin, m’hijito!”, dijo sin palabras pero con todo lo que tenía de gestual.
Muy caballeroso, el amante detuvo el automóvil, se bajó y dio la vuelta por delante para abrirle, presuroso, la portezuela. Finalmente no recibió ninguna muestra de gratitud, más bien una mueca de desagrado. Mal comienzo para una tarde de idilio clandestino. Como de costumbre, para no despertar sospechas, nada de besos ni amapuches en público. Arrancó sin que ninguno mirara al otro. Directo al nidito de amor, allá por la Panamericana.
--Tardó mucho en soltarte hoy la bruja. –dijo ella.
--No la llames así, sabes que no me gusta. –reprochó él.
--Tú llamas a mi marido “el vejete” y yo no me quejo.
--Porque es verdad, es un vejete y además…
--¡Ya por favor! –le interrumpió bruscamente--, me sé de memoria todo lo que viene, el color del viejo, porque me conquistó siendo yo, apenas una adolescente, que mis padres me vendieron porque estábamos arruinados y “el vejete” me compró, etc., etc.
--Yo también tengo dinero y no ando buscando jovencitas…
--¡Tú no tienes un carajo! A ti también te compraron porque el padre del adefesio ese, es el presidente del banco donde trabajas y te la impusieron a cambio del puesto que tienes ahora. Era la única manera de que alguien se casara con “eso”.
--¿Te das cuenta de lo que nos pasa, o mejor dicho, de lo que hacemos? Se supone que nos vemos dos o tres veces por semana para hacer el amor, y mira en lo que caemos.
--Nosotros no hacemos el amor. Nosotros nada más copulamos. –dijo ella con amargura y sarcasmo.
--Lo haces parecer sórdido.
--Y tú, ridículo. ¡Amor!, no me jodas.
--Pues no, parece que hoy no te jodo. –y rió provocando la ira de la tipa.
--¡Estúpido!, no me ofendas tratándome como a una perdida.. –dijo ella soltándole un bofetón.
El hombre hizo un rápido movimiento de cabeza tratando de esquivarlo, sin mucho éxito.
--Una perdida no, nada más un poco extraviada.
La burla terminó de enfurecer a la mujer, quien se le fue encima para arañarle el rostro, sin importarle que él fuera al volante y en una ruta peligrosa.

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--¿Qué fue lo que pasó ahí, chamo?
--No sé muy bien, dicen que el camión venía bajando sin frenos, cuan el Cadillac se le atravesó en la vía y se lo llevó en los cachos hasta el borde del precipicio. Son como trescientos metros por ahí pa’ bajo.
FIN.

viernes, 23 de marzo de 2012

El Catire del 17.



Cruz Daniela se sentía agotada. Eran casi las diez de la noche; a las once terminaba su guardia en el Hospital Universitario. Era la segunda del día, trabajaba de siete de la mañana a tres de la tarde en una clínica privada. A veces la dejaban salir unos minutos antes para que llegara a tiempo a la del hospital, que por suerte, quedaba cerca. Comenzaba a hacer su última ronda, aplicando tratamiento a los pacientes de aquel piso de Medicina III; dejó para el final al muchacho del cuarto privado número diecisiete. Ese a quien iban a operar dentro de tres días de un pequeño tumor cerebral. Nada serio, casi rutina. Se trataba de un joven de casi dieciocho años, estudiante de quinto año de ciencias y que aspiraba a entrar a la universidad para estudiar medicina y también, por ser un aficionado al canto muy talentoso, quería pertenecer al Orfeón Universitario desde el momento en que pisara “la casa que vence las sombras”.
--¿Qué hace todavía despierto mi catire?, mire que lo van a llevar muy tempranito mañana a Rayos X para hacerle una tomografía de esa cabezota.
--Hola Crucita, te esperaba para darte las buenas noches y entregarte estos versos que te escribí hoy por la tarde, para que cuando los leas te convenzas de cuánto te quiero.
--Ay mi niño bello, ya debes dejarte de eso. Yo soy para ti una enfermera y tú mi paciente favorito, pero no más de ahí.
--Pero tú me gustas mucho y me tratas muy bien, yo también te gusto ¿no? Además, voy a ser doctor y como tú eres enfermera, ya tenemos el mandado hecho.
--Puede ser que me gustes, pero yo soy una vieja para ti, ¿No te das cuenta? Tengo veintidós y tú diecisiete. Voy a tener que acabar de criarte.
--Me conformo con que me amamantes cada noche, cuando nos casemos –le dijo el chico dirigiendo una sugestiva mirada al generoso busto de la enfermera.
--Ja, ja, ja, qué tremendo estás hoy catirrucio. Para eso no haría falta que nos casásemos. Solamente con que fueras mayor de edad, para no verme en problemas con la “LOPNA”.
--Entonces no hay que esperar mucho. Cumpliré los dieciocho dentro de una semana.
--¿En serio papito? Felicitaciones adelantadas. Ojalá que tu postoperatorio sea rápido pa’ que puedan cantarte tu cumpleaños feliz en casita.
--Sí, ojalá- ¿Y qué tal si esta noche me das un besito de regalo anticipado? La hermosa morena volvió la mirada hacia la puerta para verificar que no hubiera a nadie y se acercó al joven.
--Tá` pago, un besito de adelanto pa’ que duermas y sueñes conmigo.
Tomó la cara del catire entre sus manos, lo miró fijamente a los ojos y después de un significativo suspiro, le dio un tierno beso en los labios. En serio el catire le gustaba pero se interponía la diferencia de edades y la naturaleza de su relación. Al separarse, él retuvo su mano.
--Te di ya el besito, es más de lo que aconseja la prudencia. –le dijo ella con ternura.
--Si me llega a pasar algo malo en la operación, prométeme que me vas a recordar siempre.
--A caballero, vamos por partes: primero: no te va a pasar nada que no sea curarte. Por otro lado, no podría olvidar a alguien tan especial para mí. Cuando salgas de aquí, no vamos a ver el primer día libre que tenga y lo voy a pasar completico contigo. Voy a darte el mejor regalo de cumpleaños que te hayan podido hacer en toda tu vida. Hasta mañana, ¡y dame mis versos!, los leeré
--¿Sabes? Cuando te vea fuera de aquí va a ser muy extraño para mí, porque estoy acostumbrado a verte con tu blanco uniforme. Luces preciosa con él.
Cuando llegó a su casa, rondando la media noche, encontró una nota de su hermana, con quien compartía la vivienda; en la nota le decía que estaba donde la vecina, esperando una llamada de casa de sus padres, en La Victoria y que regresaría pronto. Desabotonó su uniforme y se tendió y se tendió en la cama a descansar un poco y soñar despierta. Recordó los versos y sacó el papel de su bolso, leyó:
R,r,r. (eres)
Eres en mi vida
como la clara mañana en que nací.
No la recuerdo,
pero al verte la imagino.

Eres como la luz,
que el ciego intuye
y ansía ver,
así goza de colores
que sólo puede adivinar.

Eres mi estrella Polar,
mi guía, creo que sin ti,
perdería el rumbo
en el mar de la vida;
y más que a ella… ¡te amo!

Se colocó el papelito en el pecho y cerrando los ojos, suspiró. “¿Qué me está pasando con ese carajito?”. Lo que comenzó como un coqueteo inocente, más por simpatía, se estaba transformando en una atracción realmente fuerte. Sobre todo después de haber rozado sus labios; en ese instante sintió un estremecimiento como nunca antes; ni con los dos únicos novios que había tenido, allá en su pueblo natal.
La hermana la sacó de su ensoñación; llegó urgida con noticia de que su papá había sufrido un infarto y, que a pesar de hallarse bien atendido, sobre todo a tiempo; y haber sido ingresado en un centro asistencial, aún su estado de salud era delicado en extremo. Partieron casi enseguida con un primo de ellas, que también vivía en esa población y tenía carro. Por añadidura era ahijado del señor y por lo tanto le afectaba la novedad. Ya en la mañana, Crucita se comunicaría a sus dos empleos para obtener los correspondientes permisos. Durante el corto viaje, lejos de pensar en su padre, se sentía conturbada con la imagen del catire y el recuerdo del suave beso que se dieron. Miraba a lo lejos y sentía hincharse su pecho, por la emoción que le producía el sólo pensar en el presente de cumpleaños ofrecido. ¡Lo deseaba!, era una locura, pero deseaba al muchacho.
En las siguientes setenta y dos horas, ya su papá estaba fuera de peligro y Cruz ansiaba la hora de regresar al hospital, para ver a su catire. Apenas tuvo tiempo para ponerse el uniforme que tanto le gustaba a él y llegar al puesto de enfermeras del piso 5, para preguntar:
--¿Y mi catire del 17, cómo está hoy?
--¿No te has enterado Crucita?, el doctor Arizmendi lo operó esta mañana y cuando salió del quirófano, nos dijo con la voz entrecortada y lágrimas en los ojos: “Lo perdimos, ¡Santo Dios!, lo perdimos, no resistió la operación…”


Aunque lo dude… FIN.

sábado, 17 de marzo de 2012

El Huésped Misterioso



En Macuto, muy cerca de la Plaza de las Palomas, las vecinas que iban a comprar los comestibles para el almuerzo, chismorreaban como era habitual. Pero esa mañana hasta los comerciantes de la vereda adyacente al balneario, se sumaron a la tertulia.. el doctor de la farmacia, mientras abría, preguntó a su vecino, el de l atienda deportiva, donde los fines de semana los vacacionistas adquieren rollos para fotografía, salvavidas de patico para sus hijos pequeños y el traje de baño para la adolescente que a última hora dejó olvidado.
--Don Ricardo, ¿Cuál es el cuchicheo que se traen hoy por el pueblo? ¿Es que cayó el gobierno?
--No doctor, bueno, todavía no ha caído, pero dicen que falta poco. Los comandantes de la aviación, según dicen por ahí, que van a alzarse porque están comprometidos hasta el cuello. Desde Maracay y que van a bombardear al “tarugo” en Miraflores. Pero eso no es la novedad de hoy, sino los nuevos huéspedes del hotel “Miramar”
--¿Y cuál es el motivo del alboroto? Todos los fines de semana llegan huéspedes nuevos allí, eso no es noticia. ¿O es que llegó Natalie Wood? Porque si es eso, ¡cierro la farmacia y me voy pa’llá!
--Eso es lo raro, que no se sabe quien es. Pero debe de ser todo un personaje, digo, por los carros y la escolta que traía esa gente; y todo el misterio de la llegada. Fíjese que arribaron a las tres de la madrugada en medio del mayor sigilo.
En eso, intervino el italiano de la heladería de al lado.
--¡Ma!, ¿y qué querías tú? ¿Qué llegaran a esa hora cantando el Acto III de “La Traviata”?. Se agradece que no haga ruido In questo momento del mattino, ¿no?
El caso es que, según se comentaba en los run runes parroquiales, de madrugada, mucho antes de que cantaran los primeros gallos –porque en el litoral, también hay gallos-. Llegó un enorme Cadillac Fleetwood limousine negro, lleno de fulanos, como de seguridad, pero vestidos de traje y corbata negros. Detrás venía un Mercedes Benz 600 con los vidrios oscurecidos. Por supuesto, de todos modos a esa hora no se veía nada.
--Una de las viejas chismosas de la casa de enfrente del hotel, dijo que por casualidad se asomó a la ventana porque tenía que tomar un medicamento, y vió descender del Mercedes a un hobre alto, con sobretodo, sombrero de hongo y guantes negros. Claro está, no divisó con claridad por tanto andaba somnolienta y sin sus anteojos, pero el tipo parecía como de cuarenta años y usaba un bastón de más de un metro con empuñadura de oro al igual que la leontina que le cruzaba el chaleco gris. ¿Qué tal que hubiera llevado los lentes la doña? Pa’ barato le saca una radiografía del tórax –agregó don Ricardo soltando una disimulada risita.
--Ah, pero tienen razón .agregó el farmacéutico-, no todos los días recibimos por aquí a “moinsieur Le comte de Monte-Cristo” resucitado. Oye, y ¿a esta hora de la mañana, quien creen los vecinos que pueda ser el personaje?, Digo yo, que por casualidad se haya enterado alguno.
--Unos dicen que es un millonario excéntrico que viene de París a tomar los aires cribeños por prescripción médica –informó Ricardo.
--Bueno amigo mío, eso suena redundante porque millonario que no es excéntrico, no es millonario. ¿Y qué otra versión circula? Porque de seguro que hay varias.
--Penso che sia un conte italiano, scusa, in spagnolo, creo que es un conde de la Italia –dijo con visible orgullo patrio-, que vino a pasar un tempo mientras le redecoran il suo palazzo. Lo que no capisco, é perche no anda en una Maserati.
Don Ricardo volvió a la carga:
--La señorita Ramona, la solterona de la esquina, jura que el fulano es un asesor que le mandó el General Perón al presidente pa’ que lo ayude a estabilizar la situación política del gobierno. Y puede que tenga algo de razón, porque dijeron en la radio que el Super Constellation que venía de Buenos Aires, fue retenido por horas en la aduana de Medellín y llegó a Maiquetía pasada la una de la madrugada.
--¡Caraaajo! No te gusta el chisme, pero cómo te entretiene. Mira, dime una vaina, y ¿de equipaje qué? Recuerda aquello de “por la maleta se saca al pasajero”.
--¿Dos baúls y cinco mletas!, aparte de un estuch como de violín, que lo cargaba un mayordomo con mucho celo –Apuntó Ricardo con mucha seguridad.
--Entonces, nuestro visitante, sencillamente, es un concertista famoso, que de seguro viene a tocar en el Municipal con la Sinfónica de Venezuela. ¿No es más lógico?
Al grupo que chismorreaba, le llegó el mdiodía csi sin ocuparse de sus labores, sino del misterioso visitante.. entretanto, Arcadio, el policía de punto,se hacía lustrar los zapatos muy cerca del malecón, a la sombra de una Coccoloba uvifera, dicho en criollo, un uvero de playa.
--¿Y qué negrito, qué se cuenta poráhi?
El limpiabotas, sin perder la concentración en su trabajo le respondió:
--Guá, no mucho. En el hotel “Miramar” quique se rompió una tubería a media noche y como a las dos y pico ‘e la madrugá, tuvo que venir Lorenzo el plomero de La Guaira, con impermeable y todo, y una llavezota así de grande –soltó el trapo y el cepillo para separar las manos más de un metro-. Ah, y de paso, que jue raro, porque en vez de la camioneta que siempre carga, le dio la cola el tipo de la funeraria que es amigo de él, y de paso le ayudó traer la caja de los yerros.

miércoles, 14 de marzo de 2012

La Estrella de Belén


Era la víspera de Navidad. Aquel hombre había tenido una linda cena de Nochebuena con dos de sus hijas, quienes declinaron otras invitaciones y preferido pasar esa hermosa y significativa fecha con su viejo, sin imaginar que con ello le hacían inmensamente feliz. Él vivía sólo en lo alto de una montaña desde donde se divisaba, a lo lejos, la ciudad. Los tres se acercaron a un recodo del camino para deleitarse con la vista de los fuegos artificiales. El espectáculo era magnífico, para quien disfruta de las cosas sencillas. Y ellos son de esa especie en extinción. La mayor de esas muchachas, escribiría en su diario, que había estado esperando la llegada del niño Jesús con su padre y su hermanita, en una noche buena “feliz y en paz”. De ponto, poco antes de la medianoche, una brillante luz en movimiento llamó la atención del pequeño, pero unido familiar. Padre e hijas miraron al cielo y vieron con gran asombro y complacencia, el breve pero maravilloso desplazamiento de una enorme estrella fugaz de tonalidades verde, azul y violeta. Todos sintieron que por el grande y puro amor que se profesaban, recibieron como presente del Creador, el haber visto esa noche a la estrella de Belén.
Héctor Estrada Parada.

domingo, 11 de marzo de 2012

El Catirito y el Cantor




Héctor Estrada Parada.

Los amplísimos pasillos y los extensos jardines de la Ciudad Universitaria, representaban para aquel catirito de once años, más que un formidable parque de juegos. Era su universo todas las tardes y parte de la noche. Él acompañaba a su mamá, quien estudiaba Trabajo Social. Una que otra vez, el rapaz se colaba en el salón de clases para ubicarse muy callado y atento en uno de los pupitres de la última fila. Pese a su corta edad, aquellos casos en que “asistía” a clases asimilaba extraordinariamente lo que veía y oía. Muchos años después recordaría lo que aprendió sobre la desviación estándar y el muestreo y la tabulación de resultados en una encuesta en las clases de estadística. Tampoco olvidaría lo que con singular interés siguió acerca de la Psicosis de KorsaKoff, enfermedad asociada al alcoholismo, cuyas explicaciones daba magistralmente el doctor Orellana titular de la cátedra de Psico-patología. Igual atención ponía el muchacho a las clases de Sociología Rural y Psicología. Como gozaba de libertad para no entrar al salón, a veces sólo vagaba por loq que, para él, era la inmensidad de aquellos espacios. Estudiantes de Ingeniería le ayudaban con sus tareas de matemáticas. Lindas muchachas le obsequiaban chucherías y meriendas en los diferentes cafetines. A diario cultivaba nuevas amistades, incluidos los vigilantes, quienes una vez tuvieron que corretearlo por el techo del Aula Magna, en vista del peligro que el mismo niño corría. Cierta tarde en la que, trepado a un gran flamboyán se divertía arrojando desde lo alto, puñados de hojas y flores a la cabeza de los paseantes. Un joven moreno, de pelo recio y barba, quien deambulaba con un cuatro en la mano le preguntó quién era y con quién andaba, preocupado por el muchacho que desde hacía varias horas andaba solo por los alrededores. Le invitó a bajar del árbol para conversar un poco. El catirito le pidió que le mostrara su cuatro.

--No sólo te lo muestro, hasta dejaré que lo toques.
--Ah, bueno, así sí me bajo. –dijo el carricito mientras descendía—Yo me sé algunos tonos, ¿sabes?
--¡Qué maravilla!, entonces tócame una canción –dijo, entregándole el instrumento e invitándole a que se sentaran juntos en la grama.
El catirito estaba encantado de pulsar algunos arpegios en el cuatro de su nuevo amigo.
--¿Cuéntame qué te gustaría estudiar cuando grande?
--Ingeniería, pero también me gusta la música. Cantar y tocar, ¿y tú qué haces, también eres músico?
--Mi vida son la Patria y la música. Oye dentro de una hora me reúno con unos amigos ahí en el Aula Magna para cantar unas canciones. Te invito, ¿quieres ir?
--Sí vale, me gustaría mucho.
Hablaron de la Patria, de Bolívar, de libertad, de los sueños. Y de los sueños de libertad en la Patria de Bolívar. Al cabo de una hora, más o menos, el catirito, a quien se le abrían todas las puertas de la UCV, se hallaba sentado en una de las gradas del enorme y emblemático auditorio, el cual estaba a reventar. Cientos y cientos de estudiantes se dieron cita para escuchar a dos personas que le cantaban a Latinoamérica con toda su alma. Un joven estudiante se paró en el centro del escenario y anuncio:
--¡Compañeros! El centro de estudiantes de la Universidad Central de Venezuela, tiene el gusto y el honor de presentar esta tarde a: ¡Mercedes Sosa! Y al cantor del pueblo… la formidable ovación no dejo escuchar más nada, manifestando un mismo sentir y una misma emoción, que poco a poco fue dando paso a los primeros acordes:
El lagrimear de las cumaraguas,
está cubriendo toda mi tierra,
piden la vida y le dan un siglo
pero con tal que no pase nada
en mi tierra mansa,
mi mansa tierra.


Aplausos, gritos y más aplausos. El catirito sintió como se le paraban todos los pelos del cuerpo.

sábado, 10 de marzo de 2012

EL CHOLAZO


Heriberto se impacientaba porque el tránsito en la larga y estrecha callejuela, estaba más denso que de costumbre. Iba retrasado y tenía un importante examen de estadística en la universidad a la primera hora de clases. El profesor Nicodemo era muy estricto, sobre todo en cuestiones de horario. Ya se veía con un punto menos por el retardo. “¡Ñuélam…! Encima, este perol fallando”. En efecto, el cacharrito casi se le apagaba, tenía que estar acelerándolo para poder avanzar de a poco. En una de esas rabietas, aceleró fuertemente y escuchó un golpe seco en el frente del carrito. Como éste siguiera funcionando y no vió nada significativo, prosiguió. Sólo después de clases, se percató, por un condiscípulo suyo quien llamó su atención, del boquete que tenía la tapa del motor.
--¡Cóño chamo!, ¿y eso qué fue?, parece como si le hubieran dado un machetazo al capot de tu carro.
--¡Vértica, es verdad! Qué rraro. No sé que pudo causarlo.

De pronto recordó el ruido de la tarde y decidió abrir el cofre para revisar. Entre los dos miraron y remiraron.
--Compinche, lo único fuera de lugar que veo aquí dentro, es que le falta una parte al aspa del ventilador.
--Sí ho…, y como es tan viejito el pòbre cagajón, no tiene nada de anormal que se esté despedazando solo.
Camino de su casa reflexionó sobre la reacción que tuvo por el congestionamiento de tráfico y la falla de su vehículo. Permitió que la ira lo impulsara a hundir la “chola” más de la cuenta, lo que ocasionó el desperfecto en el carrito. “Pudo haber sido peor”, pensó.
Al otro día, llegó a su hogar y antes de ducharse para luego cenar e irse a dormir, quiso darle una hojeada al diario vespertino. Empezó, como siempre, de atrás adelante. Apenas miró la página de sucesos, se dejó caer sentado en un sillón como hipnotizado, con la mirada en ninguna parte. El periódico cayó al piso.
--¿Qué pasa m’hijito, por qué te pusiste tan pálido?
Su madre no recibió respuesta alguna. Recogió el diario y leyó:

En extrañas Circunstancias
FALLECE HOMBRE EN LA AVENIDA PANTEÓN
La policía informó que el infortunado se hallaba en el balcón de su apartamento, cuando fue derribado por un trozo de metal que inexplicablemente le golpeó a gran velocidad. El artefacto le destrozó la garganta produciendole la muerte de manera instantánea.
Héctor Estrada Parada.

martes, 6 de marzo de 2012

“El Bolívar que pocos conocen”


“El Bolívar que pocos conocen” (1)

Héctor Estrada Parada


El jueves 10 de julio de 1.830, veintitrés días antes de su cumpleaños número 47 y pocos meses antes de su encuentro con la inmortalidad, se hallaba El Libertador en Cartagena, su muy querida Cartagena de Indias. Había amanecido fresco y agradable ya que una llovizna, iniciada en la madrugada, caía blandamente, obligando a los cartageneros a permanecer en sus moradas. El Libertador, al igual que ellos, sintiéndose incómodo por la humedad, también decidió descansar ese día. Después del desayuno se puso a caminar por los corredores de la casa, para luego decidirse por un libro y escogió uno de su preferencia. Su portada indicaba que había sido leído muchas veces y eso mismo pensó él cuando lo tuvo en sus manos; mas su lectura lo hacía descansar y se metió en la hamaca para leer. Lo abrió al azar, en medio de sus páginas, sin importarle dónde e inició la lectura: “… ¡Cuán rápidamente pasamos sobre esta tierra! El primer cuarto de la vida transcurre antes de que se conozca el uso; el último cuarto pasa enseguida que se ha cesado de gozar de él. En un principio no sabemos vivir; muy pronto no podemos hacerlo ya; y en el intervalo que separa estas dos extremidades inútiles, los tres cuartos del tiempo que nos queda son consumidos por el sueño, por el trabajo, por el dolor, por la obligación, por preocupaciones de todas clases. La vida es corta, menos por el escaso tiempo de duración que porque de este poco tiempo no tenemos casi nada de él para gustarlo. El instante de la muerte aunque esté muy alejado del nacimiento, hace la vida siempre demasiado corta cuando este espacio no se ha llenado de modo conveniente…”

El Libertador se quedó pensativo con el libro entre las manos… de nuevo leyó el mismo párrafo. Ya inquieto se paró de la hamaca y colocó el libro abierto, con las páginas hacia la tabla de la mesa para no perder la hoja leída por segunda vez. ¡Algo de la lectura lo había inquietado! Caminó por la habitación cuan larga era en ambos sentidos; tomó de nuevo el libro, le miró el título.

--¡Sí, es el Emilio!

Se quedó un rato pensando y moviendo la cabeza.

--¡Cómo es posible que jamás hubiese reparado en el contenido de este capítulo! ¡Debe ser que hoy lo estoy leyendo con más tranquilidad y en condiciones distintas! A lo mejor pensé al leerlo, en otras oportunidades, que todo esto era aplicable a los demás; pero ya veo que a mí también me cuadra perfectamente.

El Libertador levantó el libro de la mesa y nuevamente se hundió en la hamaca con él, se impulsó con los pies en el suelo para mecerse y de nuevo leyó por tercera vez aquel capítulo que tanto le había intrigado y se dijo:

--¡En verdad, que el primer cuarto de mi vida transcurrió sin que yo hubiese conocido lo que es vivir… ¡Huérfano a los nueve años, sin padre ni madre. Hostigado por el tuerto Sánz; acosado por el padre Andújar; don Guillermo Pelgrón; el doctor Vides y por último Andrés Bello, que nunca me quiso ni de niño ni de hombre, total ¡Huérfano de padre, de madre y de afectos! Luego me entregaron a Simón Rodríguez, éste al menos, hizo mi vida más placentera en San Mateo. De él aprendí los conceptos de la libertad, los derechos del hombre y la división de los poderes; también me enseñó a nadar y seleccionar los alimentos; me obligó a leer las “Vidas Paralelas” de Plutarco y me hizo conocer a este libro que lo he tenido toda la vida en mis manos y hoy me tiene cavilando… ¡Mas, qué poco duró todo aquello! Cuando ya me sentía bien y mi afecto por Simón Rodríguez empezaba a crecer, éste tuvo que salir huyendo de Venezuela a llamarse Samuel Robinson en tierras extranjeras y para desgracia mía, volví a caer en manos de mis tíos, quienes inmediatamente se desprendieron de mí… ¡Claro, les estorbaba! Y me enviaron a las Milicias de los Valles de Aragua, de donde salí más tarde con el grado de subteniente. Llego a Caracas, me enamoro y recibo mi primer desengaño. Luego mis tíos Feliciano y Carlos me montan en la goleta San Ildefonso, me recomiendan a su Capitán, don José Borjas y éste me afloja en España… ¡Aunque todo no podía ser tan malo! Allá tuve la suerte de conocer al Marqués de Ustáriz y al oírlo hablar me doy cuenta de mi ignorancia… ¡Yo no sabía nada de nada!, no sabía ni escribir… ¡Qué vergüenza! ¡Cuánto le debo a Ustáriz! Él, viéndome incómodo y angustiado por ser tan ignaro, se compadeció de mí, me dio algunos conocimientos y luego me buscó los maestros que necesitaba en matemáticas, literatura, historia, filosofía, danza, esgrima y otras cosas. También aprendí en su casa, las ideas de la Revolución Francesa y para que no faltase nada, fue en su casa donde conocí a María Teresa, nos casamos y a los pocos meses ya era viudo. Así pasó, no la cuarta parte de mi vida, sino la tercera… “¡Cuán rápidamente pasamos sobre esta tierra!”. ¡El primer tercio de mi vida pasó sin que yo la conociera ¡Luego regreso a Europa joven y rico, sediento de lujos y placeres prohibidos en la colonia. El oro me franqueó todas las puertas. Los hombres me abrieron sus brazos y las mujeres me brindaron sus caricias… ¿Qué me quedó de todo aquello? ¡Nada! Sólo que había gastado miserablemente la mitad de mi vida. ¿Qué fue de Fanny y sus salones? ¡Nada!... Hoy me pregunto: ¿Cuándo se inició la segunda parte?... En el instante en que la Divina Providencia me depara un nuevo encuentro con mi maestro Rodríguez en medio de aquél hastío y de la insatisfacción de la vida que me estaba devorando, fue el momento en que me di cuenta de que el dinero da todas las complacencias de la carne sin dejar nada por dentro… ¡Tan sólo un vacío en el alma! Luego aquella enfermedad me perdonó la vida en Viena, para que siguiera mi viaje por la vieja Europa, acompañado de Simón Rodríguez y así conocer por su boca a los filósofos y a los políticos: Bacon, Voltaire, Rousseau, Hobbes, Montesquieu y otros… ¡Quién pudiera andar de nuevo el camino! Aún recuerdo cuando presenciamos la bochornosa comedia de la coronación de Napoleón delante del Papa Pío VII, para terminar mi viaje en Roma; y ya siendo una persona distinta le dije a Simón Rodríguez crudamente: “Te juro Rodríguez, que libertaré a América del dominio español y que no dejaré allá ni uno sólo de esos carajos…”

El Libertador se impulsó de nuevo para mecerse y volvió a leer: “El instante de la muerte, aunque esté alejado del nacimiento, hace la vida siempre demasiado corta cuando este espacio no se ha llenado de modo conveniente…”

--¡El mío ya está colmado!—dijo cerrando el libro.
1799, su primer viaje a Europa.

“El Bolívar que pocos conocen” (2)

Héctor Estrada Parada


“La otra Manuelita”

“La tarde del siete de diciembre de 1.824 entramos victoriosos en Lima. El pueblo me arrebató del caballo para llevarme en hombros hasta el palacio, ¡casi me ahogan! Esa noche, cansado, exhausto, encontré en mi libro de notas una flor marchita. No salí de mi asombro hasta leer el papel manchado que la escondía”

-Guárdala, es de Manuelita Madroño, para que no me olvides nunca, ni tampoco olvides nuestro amor que fue tan grande como grande es el Valle Huaylas, donde te aguardaré la vida entera.

¡Todo había sido tan real, que en su cara sintió el frío penetrante de la montaña! El chisporroteo de la vela, ahora más fuerte por ser el último grito para despedirse de la vida, lo sobresaltó, vino la oscuridad y con ella cesó la felicidad que le había producido el recuerdo de tiempos que jamás volverían. Una sonrisa de complacencia y a la vez de satisfacción nostálgica lo ayudó a conciliar un placentero sueño.

Manuela Madroño -según relata el peruano Ricardo Palma- era una chica de dieciocho años, de las más guapas del departamento de Ancachs. Era un fresquísimo y lindo pimpollo muy codiciado. Una mañana del mes de mayo de 1.824 hizo Bolívar su entrada oficial en Huaylas. El Cabildo, que pródigo estuvo en fiestas y agasajos, decidió ofrecer al Libertador una corona de flores, la cual le sería presentada por la muchacha más bella y distinguida del pueblo, claro está que Manuelita fue la designada. No pasaron cuarenta y ocho horas sin que los enamorados ofrendaran a la diosa Venus. Manuelita en ese momento decidió ser la querida del hombre más grande de América y no la simple campesina olvidada y llena de hijos en lo más profundo del Valle de Huaylas.

Ausente ya Bolívar, habiendo proseguido campaña, Manuelita guardó tal culto por el nombre y el recuerdo de su amado, que jamás correspondió a las pretensiones de los galanes de la región. Ya en estado de edad senil, aún se alegraba y se rejuvenecía cuando algunos de sus paisanos la saludaban al paso, diciéndole:

-¿Cómo está la vieja de Bolívar?

Pregunta a la que ella respondía con picardía y sonriendo de satisfacción y orgullo:

-¡Cómo cuando era la moza!


Héctor Estrada Parada



Camino de Santa Marta,
fiesta en honor al Libertador en Honda, 15 de mayo de 1.830.


En la casa del Coronel Posada Gutiérrez, El Libertador tomó un buen descanso; sin sospechar que los miembros del Concejo Municipal, los empleados públicos, los principales vecinos y el mismo Coronel Posada Gutiérrez, habían organizado un suntuoso baile en su honor para el día 15, ya que al siguiente se embarcaría para Turbaco. El festejo serviría para alegrarlo un poco y a la vez para despedirlo.

Posada Gutiérrez notificó de la celebración del baile a Bolívar y éste se sintió complacido, aún cuando no se sentía con ánimo ni con fuerzas para bailar. El Libertador se avivó con la invitación y ordenó un baño de agua tibia. Se afeitó él mismo y se peinó sus escasos cabellos blanquecinos con mucho cuidado, haciéndolo de atrás hacia delante para disimular un poco la calvicie bastante avanzada. Se vistió de etiqueta y se roció con unas gotas de agua de colonia a pesar de haberle puesto un poco al agua de la bañera, como era habitual. No pensó oportuno usar uniforme ni condecoraciones por tratarse de una fiesta no oficial. Se quejó un tanto de la temperatura con el General Laurencio Silva y salió complacido y acompañado de sus edecanes, el Capitán Fernando Bolívar, su sobrino y escribiente, y el Coronel Belford Wilson, hijo de su gran amigo el General Robert Wilson, quien le había obsequiado con un par de volúmenes invaluables: El contrato Social de Rousseau y El Arte Militar de Mont-Cuculi, y que pertenecieron a la biblioteca de Napoleón Bonaparte.

Las calles estaban muy concurridas. De todos los caseríos vecinos había llegado una gran cantidad de personas para mirar la fiesta. Muchos, vistiendo lo mejor que poseían, se sintieron invitados al baile. El Libertador oyó, a su paso por las calles, vivas y exclamaciones. Él respondió a todos los saludos… ¡Era feliz!

Su entrada en la casa fue recibida por el Alcalde, los miembros del Concejo Municipal, el Párroco, el Comandante de la Policía local, el Juez, la Alcaldesa y un médico de Cartagena que se encontraba de paso y trataba de hacerle comprender su nuevo estado después de los cincuenta. El Coronel Posada Gutiérrez, con uniforme de gala y un grupo de damas que se arremolinaban para tener el honor de que sus manos fuesen tocadas por los labios del Libertador, se encontraban en la entrada del salón de la casona.

En el momento en que Simón Bolívar hizo su entrada al interior de la sala, Posada Gutiérrez miró a los músicos de una manera convenida previamente y éstos iniciaron la fiesta con una gavota del Gluck, ya programada para música de fondo durante las salutaciones de rigor. Bolívar fue conducido del brazo de la Alcaldesa hasta un ángulo del salón donde habían preparado una pequeña tarima alfombrada para que el invitado de honor pudiese dominar toda la fiesta en sus momentos de descanso. Después del brindis por la salud y la grandeza de El Libertador y la elocuente contestación de éste, el Alcalde invitó a Su Excelencia para que abriese el baile. Bolívar se humedeció los labios con la punta de la lengua, sonrió y se excusó alegando su precaria salud, declinando el honor en la persona del mismo Alcalde, quien se sintió el hombre más dichoso de la Tierra cuando todas las miradas se volvieron hacia él. ¡Nunca había sido tan feliz!, El Libertador lo comprendió así, alegrándose de su elección. El Alcalde, pidiendo permiso al Libertador, tomó por el brazo a su señora esposa y dibujó los primeros pasos de un minueto.

El invitado de honor, desde su atalaya miraba la gran cantidad de flores que adornaban el salón. Las luces chocaban contra el oropel de los uniformes para hacer más vistoso el atuendo militar. La alegría era desbordante… ¡Claro! ¡No siempre se asiste a un baile donde el invitado principal es El Libertador Simón Bolívar!

--Su Excelencia --dijo Posada Gutiérrez al Libertador-- veo que usted se encuentra complacido aun cuando no lo he visto bailar como lo hacía en otros tiempos, cuando incansable amanecía para luego dictarle a su amanuense.

--Es verdad Coronel, pero los tiempos cambian o se van cuando son buenos para no regresar jamás; sólo quedan los recuerdos que avivan la imaginación con los candiles que chispean en los uniformes, la belleza de las mujeres y una copa de buen vino de Burdeos; aunque debo confesar que me siento como si yo fuera el General San Martín.

--No comprendo, Su Excelencia, ¿por lo enfermo?

--No, Coronel --replicó Bolívar--, mi mente me transportó a una noche de julio de 1.822 a un baile inolvidable que me ofrecía el señor Luzárraga en la Casa de Gobierno de Guayaquil. Carmen Garaycoa me coronó de laureles, ¡Qué noche aquella! Carmen y sus hermanas casi me enloquecen. Bailé con todas y todas me amaron; aunque la “Gloriosa” fue algo distinto… ¡una muñeca de porcelana!: frágil, inocente, intocable; ella se merecía un velo y una corona de azahares… Pero volvamos a lo de San Martín: En medio de aquella fiesta realzada por los uniformes, las luces y sobre todo por las mujeres más hermosas de Guayaquil. El champagne y unos músicos incansables, además de un obsequio digno de los dioses, San Martín permaneció toda la noche en una butaca como estoy yo ahora… ¡sentado como un soberano pendejo! mientras contemplo a los demás con una mujer entre los brazos… Y hoy me pregunto: ¿Sabría bailar San Martín?, ¿Estaría tan enfermo como yo ahora?, ¿o simplemente estaría añorando a Rosita Campusano? Es la semejanza que encuentro en este momento entre el General San Martín y yo en este momento. ¡Pero de que aquella fue una noche inolvidable… no hay dudas! En otra ocasión le contaré algo más acerca de la “Gloriosa”.

Juana


--¿Y a ti qué te pasa hoy que traes esa cara?
--No tengo más, ¡el sueldo no me alcanza para otra!

Y fue a sentarse a su lugar de trabajo. Destapó la máquina de escribir y comenzó a revisar la carpeta de “pendientes”, la cual casi siempre se hallaba vacía. La espigada y eficiente muchacha de cabellos rubios y cortos, siempre tenía su trabajo al día. Quizás por eso, entre otras cosas, su jefe le toleraba el mal genio con que a veces comenzaba el día. Con el correr de la mañana, su estado de ánimo iba mejorando.

--Juana María, ese “buen humor matutino”… ¿lo has tenido siempre?
--Todas mis vidas, ésta y las cien anteriores. Pero no es a diario. Sólo después de una noche de recuerdos tormentosos.

Dos o tres veces por semana, Juana María tenía visiones de sus vidas pasadas. Había sido la hija de un cacique Chibcha, en la época de la “conquista”; una esclava israelita en Egipto, antes de Moisés; la esposa de un combatiente francés de la resistencia contra los nazis. Pero la vida que más le atormentaba era la de Salomé, aquella princesa que pidió a su padrastro, la cabeza de Juan el bautista.

--¿De verdad crees en la reencarnación, muchacha?
--Aunque no quisiera creer, casi todas las noches revivo pasajes de otras vidas. Es completamente involuntario y a veces creo que voy a volverme loca.
--Oye, yo en tu lugar vería a un psiquiatra. Digo, para recibir un poco de orientación.

Aurelio, su jefe, le sugería aquello ignorando que, desde los doce años, ella había consultando psicólogos y psiquiatras, que sólo veían en su caso, la posibilidad de trastornos mentales que ella no padecía. Todos partían de la premisa de que eran alucinaciones. Pero Juana estaba segura de lo real de sus visiones y el origen de éstas. Una noche, se despertó sobresaltada, estaba sudando mares y tenía brazos y piernas arañados. En seguida recordó que había estado corriendo por una sabana y luego entró a un bosque, para despistar a sus perseguidores, unos españoles a caballo, quienes ya habían matado a parte de su pueblo e incendiado sus chozas. Al despertar, sentía que le faltaba el aire y estaba realmente fatigada y asustada.
Las situaciones que se le presentaban en sus sueños paradójicos, eran siempre conflictivas, azarosas y, a menudo, peligrosas. Juana María abandonó desde tiempo atrás, la intención de averiguar por qué o cómo le ocurría aquello. Consideró que sería muy tormentoso y finalmente una pérdida de tiempo. Más bien, concentraba su atención en el “para qué”. Es decir, qué beneficio o propósito habría en esas visiones. Tenía la sensación de que había en ellas un mensaje o un aviso subyacente, pero no tenía noción de cómo descifrarlo. Leyó alguna vez en un libro de metafísica, que todos pasamos por diferentes vidas pero no recordamos porque sería un sufrimiento para la vida actual. Pues bien, ella sufría lo indecible.

--Anoche, sin ir muy lejos, me desperté o recuperé la conciencia sentada frente a un pequeño escritorio que hay en mi cuarto, con una pluma en la mano y un papel con algo escrito en francés, lengua que, por supuesto no hablo ni entiendo, mucho menos escribo.
Tenía muchísima sed y un poco de paja entre mis ropas. Imaginarás mi desconcierto.
--Y, ¿recuerdas algo del sueño o la visión previa?
--Sólo que me hallaba vestida con uniforme de soldado del siglo XV, en una celda a oscuras, con muros de piedra muy fría y húmeda; el piso estaba cubierto de… ¡paja! ¡qué horror, Dios mío! ¿Qué me está pasando?

Su jefe le pasaba la mano por la cabeza y los hombros, tratando de darle algún consuelo, pero no atinaba a pronunciar palabra. ¿Qué podría decirle para aliviar ese tormento? Sólo callaba y sufría con ella. La amaba en silencio casi desde el momento de ser presentados. Recordó que en esa ocasión, Juana le miró con un gesto extraño y le dijo que tenía la impresión de conocerlo de antes. “Qué ridiculez, habrás oído eso cientos de veces”.
Semanas más tarde, la chica tuvo una visión: una división del ejército alemán, hizo su entrada en la villa que la cual ella vivía con su esposo. Se abrieron paso con fuego de artillería y una unidad blindada compuesta por dos tanques, destrozó varias casas, la iglesia y el edificio de la alcaldía. Su esposo en un arrebato de furia e impotencia salió a enfrentarlos tana sólo con una carabina. El final es predecible; el pobre hombre fue acribillado en medio de la calle. Murió en los brazos de la inconsolable esposa. Una muerte inútil. Ella vio con horror la cara ensangrentada del mártir. Era la misma de Aurelio, su apreciado jefe. Le atormentaba el no saber si esto era algo premonitorio; si de alguna manera se relacionaba con su vida presente y un posible final futuro para el joven ejecutivo. Había solamente dos puntos de coincidencia. Reconocía al jefe de la resistencia francesa en el rostro de Aurelio, y el nombre de la empresa de seguros donde ambos trabajaban: “Le Monde” que significa en francés, El Mundo, el cual era también distinguía a un diario parisino que veía con frecuencia en sus ensoñaciones. “Qué pesada se nos hace a veces la vida, qué desconcertantes responsabilidades nos pone sobre los hombros. Si sólo pudiera encontrar a quien me tradujera lo escribí la otra noche: Mort à l'anglaise.
Esa mañana, Aurelio fue a buscarla a su casa en vista de que no se presentó a la oficina, tampoco respondió al teléfono lo cual se le hizo muy raro ya que era muy cumplidora de sus responsabilidades, pese a su juventud. Halló un alboroto en las escaleras y ante la puerta de su apartamento; los vecinos discutían confusamente,

--Huele a quemado—decía uno—pero no hay fuego ni humo.
--Igual, llamemos a los bomberos, esa muchacha puede estar en peligro—apuntó otra.

El joven no aguardó ni un segundo y de un formidable empujón, echó abajo la puerta para, con una mueca de espanto dibujada en su faz, vio a su amor secreto, quemada en su cama de madera y a los pies de ésta, una espada con una inscripción grabada que rezaba: d’Arc.

FIN

lunes, 30 de enero de 2012

Memorias Bajo Tierra.


Se abrieron las puertas del vagón, justo después de la señal sonora y la voz del operador anunciaba la llegada a la estación “Plaza Venezuela”. El galán coloquial se apartó con una exagerada cortesía y emulando a un diestro de la tauromaquia, expresó en alta voz: --¡Permiso señores, paso a la reina! Adelante preciosa, bienvenida a ese, su Metro de Caracas. La joven no pudo dejar de sonreír ante la creatividad manifiesta del piropo, y fue a ubicarse en el asiento que muy gentilmente le cedieron de inmediato. Ella desvió la mirada hacia la ventanilla y por efecto del reflejo sus ojos se toparon con los de un apuesto caballero que viajaba de pie. Tenía aspecto como de profesor, y él, tímidamente miró a otro lugar, pero ella se percató de que, a hurtadillas, la miraba con insistencia. Pensándolo bien el rostro de aquel tipo le resultó un tanto familiar y el que la observara frecuentemente pero sin atrevimiento, le hizo creer que a él también le resultara conocida. “Podría ser aquel profesor de Informativo I que tuvimos en la escuela de Comunicación Social. Era muy guapo y todas suspirábamos cuando él entraba al salón de clases”. Trataba de hurgar en sus recuerdos sin volver a mirarlo. “No, no creo, ese profe debe de ser un poco más viejo, quizás unos cincuenta años y este muñeco no llega a los cuarenta; además, aquél era chileno y a la caída del régimen de Pinochet, volvió a su país”. El hombre también, con cierta prudencia a cada bamboleo del tren, la veía de soslayo a través del vidrio. “¿De dónde conozco a esta muchacha?; la verdad, es muy bonita, pero lo que me llama la atención es que le hallo un aire como si la conociera de antes”. Decidió dedicar su atención, a otras cosas que tenía en mente y para él eran más importantes, abandonando la idea de que la chica le recordaba a alguien. Sin embargo, pese a su voluntad. “Me parece que es aquella secretaria que tuvo mi hermano Luis Alfredo en su consultorio de la clínica Luis Razetti. No, no puede ser, esa era más joven, tal vez unos veinte años a lo sumo, y esta pudiera tener algo más de treinta.” Ambos sabían, aunque inconscientemente que a veces no recordamos algo o a alguien porque sencillamente nos bloqueamos, sin que nuestra voluntad intervenga. Ese bloqueo puede derivarse, a veces, de una experiencia negativa, dado que la memoria es selectiva. De los millares de eventos que a diario percibimos en nuestro entorno, sólo damos cabida a una porción, y más pequeña es la parte que solemos recordar. Ocasionalmente, resulta ser hasta un poco de temor, sí, miedo a recordar una realidad que, tal vez, nos hirió de algún modo. “Ah, ya sé. Aquel pretendiente que tuvo mi hermana Mariela, quien estuvo solo un par de veces de visita en casa y después resultó casado y con tres hijos. ¿Cómo es que se llamaba... Cordero, Córdoba, Cordido. ¡Sí, Rogelio Cordido! Y era gerente de finanzas de un banco nacional. Tampoco, se le parece mucho pero Cordido era más alto y delgado. No, no es él. Pero no deja de mirarme, seguramente se estará preguntando también de dónde me conoce. ¡Qué cómico!” el hombre optó por descartar los esfuerzos para recordar a esta dama. “Posiblemente se trata de una actriz de segunda o una modelo. Alguien cuyo rostro he visto por azar y nadie a quien conozca personalmente. Pero me ha mirado varias veces. Apostaría a que tiene la misma sensación que yo. ¡Sería gracioso!, no creo ser ningún papacito como para gustarle tanto.” El operador anunciaba la llegada del tren a la estación “Capitolio”, una de las más concurridas de la línea 1, por lo que muchos pasajeros se aprestaban a descender. Entre esos se hallaba él, quien avanzó un poco hacia las puertas del vagón, cuando por casualidad, la bella morena se levantó de su asiento, con la misma inequívoca intención. Se ubicaron ambos frente a frente, ahora sin reservas, se miraron fijamente y de tan cerca que los dos pensaron simultáneamente: “Mmm, qué lindos ojos. ¡Y qué bien huele!”. Sonó la alarma y las puertas automáticas abrieron paso a la muchedumbre que, apretujadamente, comenzó a salir. La joven se le perdió de vista unos instantes, para luego aparecer subiendo por una de las escaleras mecánicas, desde donde le dirigió una sugestiva mirada. Después de eso, la vio caminar con un gracioso contoneo a lo largo del pasillo intermedio, para finalmente desaparecer por el torniquete. “¡Ah, ya! Es Maite, la que estudiaba Comunicación Social en la U.C.V. cuando mi primo Alejandro, vino desde Chile a dar unos seminarios allí.” Terminó de subir la escalera, miró a ambos lados del pasillo. Para cuando el franqueó el torniquete, ya la chica había ganado la calle, y no la vio más.