martes, 30 de octubre de 2012

Gambito de barrio



Adaptación de una anécdota o chiste, no sé bien, contada por el poeta Antonio Mora en su despacho de la Panadería Cristal. 

Algunos casos trágicos, famosos a fuerza de repetición, han convencido a la gente de la naturaleza violenta de los boxeadores: lo que pudiera presumirse como habilidad y tesón deportivo se concluye como maldad e incorrección. Las mujeres, sabiéndose las víctimas primeras y últimas, son las más reacias a ver el conjunto de otra forma y exigen percepciones solidarias a sus familiares y conocidos.
            En mi barrio había un gimnasio de boxeo; a él acudían sobre todo obreros jóvenes y muchachos de liceo.  Era el tiempo de los grandes combates y muchos soñaban con mujeres opulentas y lujos ganados a golpes en estadios desmesurados edificados con oro y cristal. Otra gente simplemente venía a sudar y a hablar de los temas comunes: novias reales o imaginarias y puños. Los que éramos poco duchos en ambos tópicos nos conformábamos con desviar el tema.
            Casi todos ostentaban apodos: el mío era el profesor, aunque no pasaba de estudiante mediocre, porque siempre llegaba con libros. Sabía que el respeto que no me ganaba golpeando el saco o saltando la cuerda (mi poca habilidad y similar gusto por ser golpeado delante de la gente limitaban mis actividades en el recinto a ambos eventos) me lo garantizaba las novelas vaqueras y  de ciencia ficción con las que, a decir de mi tía la que hablaba mal de todos sin mirar a quién, estaba perdiendo mi vida. Cuando, cansado o con pereza, abandonaba el ejercicio y me concentraba en la lectura, creía notar la mirada pasmada de algún concurrente.
            Mis idas al gimnasio me permitieron, antes que aprender las artes del pugilato, descubrir que lo que se decía de los boxeadores no era cierto: Pablo, un compañero del liceo, grandote para mis modestas proporciones, era un muchacho que pedía disculpas en las pocas oportunidades en que esgrimía una opinión. Análogos caracteres podían atribuirse a  Runcho y a Tote. Ante tamaña injusticia fue fácil decidirme: debía hacer algo para paliar la mala fama que teníamos (la solidaridad me da derecho a la propia indulgencia)
            La solución fue evidente, al menos para mí. Si el boxeo tenía fama de tosco, el ajedrez tenía el respeto de todos, en particular de los que no lo entendían: dos jugadores de ajedrez sentados frente a frente, eso no lo recriminaba nadie, al menos entonces, cuando aún estaba fresco el recuerdo de Fischer y Spassky luchando en una remota isla en plena Guerra Fría. De modo que, confiando en  mis exiguos conocimientos,  convencí a mis amigos que me dejaran enseñarles las bases del juego ciencia en un sitio bien visible para las personas importantes del barrio.  A tal efecto, nos sentábamos todos los días más o menos a las cinco de la tarde en las mesas que estaban afuera de la licorería de Hernández.
            Mis amigos, con una paciencia espartana, resistían, tablero de por medio, mis peroratas desinformadas sobre fianchettos, iniciativa y defensas sicilianas que precedían a las partidas que le obligaba a jugar y que luego comentaba con arbitrariedad. Frente a nosotros, un televisor a todas horas encendido amenazaba con desconcentrar a los educandos, e incluso al instructor, a pesar de sus colores desvaídos y equívocos que Hernández atribuía a un filtro quemado que habrían de traerle de Cúcuta muy pronto.
            Runcho convenció a dos muchachos más y, pasadas cinco semanas de clases, decidí que había llegado el momento de dar un paso al frente y organicé el campeonato del barrio. Aparte de mis pupilos, se inscribieron Juan Pachón Zúñiga, el sastre anarquista  y Lucio, el hijo treintañero de la señora Trina, que se las daba de intelectual o de deportista según el ambiente en que estuviese, que no trabajaba ni se había casado por causa de un penoso accidente en bicicleta sobre el cual nadie hablaba, al menos mientras yo estaba presente.
            Pachón Zúñiga ganó holgadamente todas sus partidas en un round robin a doble vuelta e incluso, sabiendo que yo era el entrenador de casi todos sus rivales, me retó a jugar contra él para saber quién era el mejor, posibilidad que decliné esgrimiendo la evidente afectación de la calidad moral de torneo si asumía la perogrullesca condición de juez y parte. Anuncié entonces que se venía la Gran Final, entre Pachón Zúñiga y Tote, a lo que el primero se opuso: “Si le saqué dos puntos y medio a ese muchacho”, argumentaba con exiguo espíritu deportivo. Me dispuse a una negociación que presumía larga, para determinar las condiciones del match a plena satisfacción de ambos sesudos, cuando intervino Hernández, quién como patrocinante dictaminó: “Acaben esa tochada ya”.
            Entonces me senté a escribir con marcador el nombre del ganador, del segundo y del tercero en unos diplomas de cartulina que mi cuñado me había hecho, a escondidas, en la tipografía donde trabajaba. “¿Y esa vaina qué es?” preguntó Tote, señalando el televisor. En la pantalla algunos hombres forcejeaban, intentando impedir el paso a otros, decididos a huir de una oficina ubicada, presumí, en el centro de Caracas. Uno de estos últimos logró sortear el cerco y corriendo sin demasiada decisión se alejó unos metros. Pero tal vez movido por la solidaridad, regresó y se paró frente al grupo. Un tipo alto salió entonces del grupo que bloqueaba la salida y a la vez que gritaba "pendejo" le dio un golpe al otro tipo, con la mano abierta y un poco más debajo de la oreja, que lo hizo caer, circunstancia que fue aprovechada por dos más para acercarse a darle patadas. Minado como había sido el número de los sitiadores, los de adentro pudieron salir, pero se notó que lejos de su ánimo estaba la intención de abandonar  el lugar cuando volvieron a ingresar para retornar a la escena esgrimiendo sillas y otros objetos aptos para golpear. La voz del narrador de noticias anunció, sin demasiado énfasis: “Continúan los problemas en la Federación de Ajedrez relacionados con la rendición de cuentas de la junta directiva saliente”. Mientras esperaba algún obvio comentario de los presentes, apreté en la mano un diploma y con poco esfuerzo pude hacer de él una pelota. 

miércoles, 17 de octubre de 2012

Doña Julia, las culebras y el kerosen

Por: José Antonio Pulido Zambrano


En la calle Bolívar de mi pueblo, entre carreras 9 y 10, en la época de mi niñez vivió una vieja, en la cuadra nosotros la conocimos como Mana Julia. 
La casa de Mana Julia era muy humilde, vivía con su esposo el señor Esteban, y eran los únicos que vendían kerosen en el sector de El Topon.
Por algún motivo todos los niños de la cuadra le tenían mucho miedo, decían que era bruja. 
Mana Julia era alta, enjuta, muy arrugada, con los dientes careados, viciadora de chimú y miche claro o "aguardiente". Nuestros padres contaban que a Mana Julia la habían picado muchas serpientes en su huerto, pero eran tantas las picadas que se había vuelto inmune al veneno, quizá por ello veíamos sus uñas largas y negras de tierra con asco, miedo y repulsión, ya que cuando nos portábamos mal el castigo oral era: "Siga portandosé mal, para que un día de estos Mana Julia le meta un pellizco". Un pellizco de Mana Julia era sinónimo de muerte para los niños de la cuadra.
Recuerdo que ya de adolescente murió el señor Esteban, él era de contextura más baja, flaco y con un sombrerito de rayas que acostumbraba llevar de medio lado. Por ello decidí ir al velorio, para sorpresa mía, a la única que encontré en la sala velatoria fue el ataúd solitario con el señor Esteban e Irma Polla (personaje típico de mi pueblo) rezando unas letanías de lo más de hermosas, jamás he vuelto a escucharlas.
Me acerqué a ver el difunto, y lo que más recuerdo eran sus uñas, el cadáver era pálido, estaba como dormido el señor Esteban, pero sus uñas y las yemas de sus dedos eran muy moradas, eso me recordó el mito de Mana Julia y la picada de serpientes, pero para calma mía Irma - que al parecer sabía mucho sobre la muerte - me explicó que todos los muertos se le ponían las "uñas moretadas" o color morado.
Mientras que estuve en la casa de Mana Julia, nunca le vi salir y al despedirme volvió a quedar sola con el difunto la estrambótica Irma Polla.
Mi casa quedaba detrás de la casa de Mana Julia y mi papá siempre le compraba el kerosen a Mana Julia por el lindero, y ella siempre le ponía quejas de nosotros para con ella: "...que si le tirábamos piedras a las gallinas, que nos montábamos en el techo, que nos comíamos las guayabas de un guayabo de su propiedad pero cuyas ramas caían en el gallinero de nuestras casas, entre otras travesuras..." Si algo caracterizaba a Mana Julia también era su mal carácter.
Un día de la nada desapareció Mana Julia, mi padre tuvo que empezar a comprar el kerosen en otro lado y la casa de ella se empezó a enmontar y curtirse de olvido y soledad. Todos los niños creímos que se la había llevado el Diablo por ella tener pactos con las culebras, que según mi abuela María Isabel era el animal que había ocasionado el pecado y había parido el mal sobre la tierra.
Ya de adulto desentrañe el misterio, resulta que Mana Julia había tenido un hijo, que desde muy pequeño se había ido del pueblo, ya al morir el señor Esteban y Mana Julia cubrirse más con el manto de la arrugas, decidió venir y llevársela, murió lejos, muy lejos del pueblo Mana Julia.


Chamos de la cuadra en la época de Mana Julia: 
José Antonio Pulido, Gerson Vivas, Magin Vivas, 
Gilberto Pulido, Pedro Pulido y Jairo Vivas.

domingo, 14 de octubre de 2012

LA MATA DE PUYAS

por Héctor La bella y bulliciosa Caracas, se dice que fue fundada por Diego de Losada el 25 de julio de 1567. Ahora, investigaciones han determinado que Losada no fundó ninguna ciudad, sino que reedificó los dos enclaves que los indios habían destruido unos cuatro años antes: la villa de San Francisco y el pueblo costero de El Collado, que ya existían desde 1561. Esta puede ser la razón de que no exista el acta de fundación de Caracas, ya que la ciudad capital estaba fundada desde 1561; primero como hato establecido por Francisco Fajardo, y después convertida en villa por Juan Rodríguez Suárez, que nombró alcaldes y regidores y repartió tierras entre sus soldados. Cuando Losada y sus hombres llegaron al lugar en 1567, encontraron los cimientos y las cenizas de la primitiva población. En todo caso en 1967 se festeja con gran pompa y significación. Los caraqueños como Miguelito, se sienten orgullosos de su ciudad. Al menos eso le inculcan en su escuela. – Amá, ¿barco se escribe con “v” de vaca chiquita o con “b” de burro grande? – ¿Qué lavativa es esa de vaca chiquita o burro grande? ¡Ah muchachito ‘pa loco este! Tú sí que pareces un burro chiquito, es lo que es. – Así dijo la maestra, güeno yo no sé, eso es muy enredao. – Ya te he dicho mil veces, sin exagerar, que no se dice güeno, sino bueno. Y barco se escribe con “b” grande o de burro o labial, que llaman. – Güeno, bueno. Así transcurría la mayoría de las tardes en la única pieza del ranchito, la cual servía de salita, cocina y comedor durante el día y como dormitorio por las noches. Al finalizar sus tareas escolares, Miguelito se llevaba las dos latas de manteca vacías para cargar el agua. Mientras tanto, Aurora, su joven y abnegada madre le guardaba un buen pedazo de rica melcocha, la cual hacía las delicias del muchachito. Ella había descubierto que este era un método infalible para que Miguel se demorara lo menos posible, trayendo el agua desde el chorro que había en la plazoleta. Antes le daba la meriendita inmediatamente después de hacer las tareas y después lo mandaba a la pila, y el agua casi siempre llegaba a la hora de la cena, cuando ya “el hombre” había llegado, lo que le daba a éste un motivo para empezar a pelear, estuviera o no, borracho. Principalmente, los motivos para que se demorara eran los juegos infantiles y los amigos del barrio. Miguelito se distraía volando papagayos, los cuales elaboraba él mismo con gran habilidad y utilizando los más variados materiales, sobre todo de desecho. También jugaba metras a “pepa y palmo”, bailaba trompos y jugaba con un gurrufío, que en Venezuela, es el nombre de un juguete normalmente compuesto por dos chapas de botella aplanadas y ensartadas en dos orificios por una cuerda atada a sí misma. Se soporta con ambas manos, cada una sosteniendo una parte de la cuerda, el cual también sabía confeccionar. A veces le apetecía andar solo; entonces se iba a la parte más alta del cerro, allá en Vista al Mar, para soñar despierto, actividad compartida con todos los niños del mundo. Recolectaba y comía frutas silvestres y se sentaba en el borde de una piedra a disfrutar de la brisa y la vista. Se divisaba desde allí, la más o menos cercana autopista que va al litoral central y por la cual, según se imaginaba el niño, transitaban “millones” de vehículos, “…El Litoral Central o lo que muchas personas llaman “La Guaira” es la zona central de Venezuela, al Norte de la Cordillera. Esta zona es de alta importancia tanto turística como comercial por su cercanía con la capital, Caracas, y por contar con el Aeropuerto Internacional Simón Bolívar en Maiquetía y el Puerto de La Guaira…”, recordaba Miguelito que decía una cuña perteneciente a la campaña Venezuela Tuya, dirigida a promover el turismo mediante cortos y afiches en los que se daban a conocer bellezas naturales de la región central, Mérida, Margarita y los llanos principalmente. Frecuentemente recordaba una vez, -realmente la “única” vez- que fue a la playa. Lo llevó una tía suya y pasó allí uno de los días más maravillosos de toda su corta existencia. Se le aguaba la boca nomás de recordar el sabroso pescado frito con tostones y ensalada que comió a la orilla del mar, en el Paseo de Macuto. – Epa Miguel, ¿quién era ese señor que fue a la escuela el otro día a buscar tu boleta de notas? – ¡Guá, el papá de mi hermanito! – Ah, sí es verdá que tú no tienes papá. – No, bolsiclón, no ves que yo nací por la manga de la camisa de mi mamá. ¡Claro que tengo papá!, lo que pasa es que por aquí en el barrio no lo conocen porque se la pasa viajando en barco del que se escribe con “b” de burro grande. Él es marinero mercantil. – ¡Ja, ja! Tú sí que eres bien bruto Miguelito. I que, marinero mercantil, será Marino Mercante. – ¡Ah!, ¿ves? Tú mismo lo ‘tás diciendo y fíjate que por el barrio no me creen. Eso es pura cochina envidia. – Coye y tú papá de verdá, verdaíta…. ¿nunca te trae ná? – Sí… món. Pero todo lo que me trae me lo está guardando pa’ cuando yo esté grande: juguetes, ropa, zapatos y todo eso, pa’ que no se me eche a perder. Y en conversaciones de ese tenor, palabras más, palabras menos, recorría Miguelito el trayecto hasta la humilde vivienda sin derramar ni una gota del vital líquido, con miras a degustar su deliciosa melcocha, de la cual invariablemente convidaba a Lucio, su compinche más incondicional. – Miguel, ¿será verdá que de todo lo que uno siembra, nace una mata? – Sí, ho…, cualquiera pepa que se siembra en la tierra, nace. – pero no, yo no digo una pepa. – ¿Ah no, y entonces qué se siembra, las hojas? – Yo digo que si uno siembra una mata de puyas… – Ah claro, también –dijo Miguel con la solemnidad de un catedrático— yo el otro día andaba por allá arribooota buscando unas moras y me enredé con las puyas de una mata y me espiné todo el brazo. – No gafo, no me refiero a de esas puyas, sino de estas –y extrajo del único bolsillo que no tenía roto un par de relucientes centavitos que le regalara su madrina el domingo después de la misa. Para quienes pertenecen a nuevas generaciones y seguramente lo ignoran, puya es el nombre coloquialmente dado a una moneda –oficialmente el centavo– cuyo valor era de 5 céntimos de bolívar; el valor de la locha, era de 12 céntimos y medio; y el valor de un mediecito era de 25 céntimos. – Güeno, que digo, bueno yo creo que sí. Vamos a probar, sembramos una en el patio de atrás de tu casa y la otra la gastamos en la pulpería de ‘ño Julián comprando caramelos. – ¡‘Tá pago! –dijo Lucio con la carita iluminada por la ilusión que le hacían la futura mata de puyas y los caramelos de una de nuestras añejas y criollísimas pulperías. Éstas eran establecimientos que expendían al por menor, básicamente comestibles. Las pulperías se encuentran generalmente, pero no únicamente, en los barrios o vecindarios más pobres de las ciudades y pueblos ya que venden artículos fraccionados, es decir, porciones muy pequeñas para su consumo diario. Así como trozos pequeños de queso, porciones de manteca, mantequilla, azúcar y granos. De allí el refrán popular: “Cada pulpero alaba su queso”. Estos negocios eran atendidos “el pulpero”, quien generalmente usaba un batón y una cachucha. Este personaje instituyó en Venezuela las tradicionales “ñapas”, las cuales constituyen por definición: Regalo que se le da a las personas al comprar algo, a veces un poquito adicional de lo se está comprando, otras, una golosina de poco valor monetario pero que a un rapazuelo le llenaba el corazón de alegría. El país y el tiempo siguieron su marcha, a ratos avanzando y a ratos más lento. Cambiaron algunos gobiernos y un día… AUTOPARTES “MIGUELUCIO” REPUESTOS PARA CARROS AMERICANOS Y EUROPEOS Dos hombres jóvenes contemplaban desde la acera de enfrente, en la avenida Bolívar de Catia, el aviso recién instalado sobre la entrada de su negocio, cuya inauguración se llevaría a cabo esa misma tarde. – Bueno socio –dijo Lucio a su amigo Miguel–, ya podemos comenzar a trabajar para el público, porque ya estábamos trabajando muy duro, pero sin ganar ni un centavo, ahora a vender y a servir. – Hablando de centavos, ¿cómo te parece Lucio?, ahí está nuestra “mata de puyas”. –¿Cuáles puyas y de mata me estás tú hablando chico? – De aquél centavito que sembramos cuando chiquitos en el patio de tu casa, ¿no lo recuerdas? Era sólo una fantasía de niños, pero aquí queda demostrado que con estudio, trabajo y sentido de la responsabilidad, se hacen realidad las “matas de puyas”.