viernes, 25 de febrero de 2011

EL DR. MATA

EL DR. MATA

El Dr. Mata es infalible, así lo llegaron a creer sus contemporáneos. Gozaba del poder que cualquier Alcalde de ciudad necesita para gobernar. Tenía todo el control institucional para responder a las demandas de la comunidad, para eso lo elegimos. El Dr. Ángel Mata, de complexión ancha, pequeño de estatura, regordete, ojos grandes y pelo de asno, tenía todo de chancho pero menos de ángel, y con algún ingrediente de matador.

Nosotros sabíamos dónde encontrarle. Pero él estaba en todas partes y en ninguna a la vez. Podíamos hacer antesala en la entrada de su oficina, y aún cuando madrugáramos a esperarle, luego nos decían que ya había llegado o que estaba por irse o que había salido y no lo habíamos visto…sin embargo ¿quién no se iba a percatar de su presencia pues, tan…como diríamos, común, popular, fácil de reconocer, podría pasar desapercibido frente a nosotros? El Dr. Mata lo hacía. Debía ser que la oficina tenía varias puertas de salida, porque no era posible hallarlo.

A veces lo veíamos venir por el pasillo, rodeado de gente, de pueblo, de sus secretarios y de sus oficiales de seguridad. Uno le llevaba el maletín, otro la pequeña computadora, y otro se encargaba de los teléfonos. Pero cuando ya estaba cerca lo perdíamos de vista. Un día, uno de sus representantes nos dio el número de celular, y ahí sí que soñamos que podríamos comunicarnos con él, pero fue imposible. Marcábamos el número hasta caer en la desesperación pero nada, el Dr. Mata no contestaba.

En otras ocasiones lográbamos acercarnos, en la mitad de algún pasillo de la Alcaldía, y cuando ya casi podíamos estrecharle la mano, algo sucedía, algo sonaba feo, y los agentes de la policía secreta (que ya no era tan secreta para nosotros) lo protegían en el acto, lo arrastraban hacia alguna oficina o lo sacaban por las escaleras, como si se tratara de un bulto de papas, y en un santiamén se desaparecía por entre los oscuros corredores del edificio.

Naturalmente que esa persecución, por parte nuestra, nos causaba ansiedad, e impotencia. Nos consolábamos con saber que algún día nos iría a responder una llamada. Hora tras horas mi mujer, mis hijos y yo, pulsábamos el bendito número y nada. Le enviábamos miles de mensajes y nada. Soñábamos con una casa, un crédito, un apoyo del gobierno, y todo, absolutamente todo, dependía de su aprobación.

Una tarde lo encontramos en el ascensor. Tenía un flux negro, de solapa ancha, corbata roja, creo que se dirigía a un entierro. Esa vez nos saludó, claro, un poco de lejos, pero nos saludó. El tipo no soltaba el celular de las orejas, de ambas quizás, porque en las dos manos llevaba uno. O si no, cualquiera de los agentes se lo pasaba para que respondiera las llamadas. Verlo así, tan ocupado, nos causaba arrechera. ¡Claro, cómo coños nos iba a responder si siempre estaba pegado a los teléfonos! Pero insistíamos. El Dr. Mata ya era un misterio. Le veíamos en todas partes, en sueños, en pesadillas, en delirios tremens – dijo el médico- en los periódicos, en las pancartas del mercado, en el botadero de basura, en los bancos, en las calles, en las largas avenidas, hasta en las iglesias. Le veíamos de lado, de espalda, de pecho, al entrar o salir a algún edificio, en los despachos de abogados, en las oficinas de los seguros, en la policía, en donde uno nunca imaginaba estaba el tipo, pero menos, menos… en el maldito celular.

Otro día lo abordamos en un restaurante. Nos recibieron bien, incluso nos invitaron a la mesa, y allí disfrutamos de sus quesos azules y sus ensaladas césar. Y de sus porciones de torta negra y cerveza pero tampoco pudimos hablar con el Alcalde (ojalá nos hubieran sacado de ahí a coñazo limpio). Después de eso nos quedaba un plan “B”: secuestrarlo. Empezamos a planificar cómo hacerlo. Y cuando analizamos las estrategias, nos desanimamos. Tanta gente a su alrededor, por Dios, y todo ese batallón de polizontes, seguro nos dejarían como una alcantarilla. Llena de huecos y rendijas y aplastados contra el suelo.

Después de algún tiempo nos respondió. Su voz se oía como agitada. ¡Aló, aló, aló! Gritaba como un loco. ¡Aló, Aló, Aló, quien es? ¡Yo! Respondí torpemente! ¡Es que se oye muy lejos! – agregó. ¡Pero! ¿me oye, Doctor? Me dijo que no podía atenderme, que estaba muy lejos, y que en ese lugar todo era oscuro, y al final se veía una fogata inmensa, como si se tratara de un ritual. Y que siempre quiso contactarme, pero que sus secretarios no le dejaban hablar con nadie. Que si me acordaba que me había estrechado la mano, o algo así, o que me había palmeado el hombro. Que si no había visto el periódico, que si no miraba noticias, que si no estaba enterado de nada, y que ese maldito celular tenía mi número más de lo que un ser humano aguantara ante un teléfono llamando a alguien. Que hubo un accidente, y que yo era un idiota, que no entendía cómo se manejaba el poder, el partido, y las instituciones públicas. Que ya no lo volviera a llamar porque la próxima vez me iba a mandar un sicario.

El Doctor Mata, casi me mata del susto. Me estaba hablando desde el más allá.

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