lunes, 24 de mayo de 2010

EL EMISARIO


Leyenda sancristobalense


Héctor Estrada Parada
venezolano

Algunas fechas habían transcurrido desde el plenilunio, aunque no podría precisar cuántas. Esa noche, como ya era casi habitual en mí por aquel tiempo, me hallaba desvelado, con el insomnio típico en la vida de un hombre atormentado por la soledad, una severa crisis monetaria y los conflictos existenciales propios de la edad.

Pasaba de las dos de la madrugada cuando decidí --¡fatal decisión!-- ir a la azotea del edificio a contemplar la noche, o a que la noche me contemplara. Llevaba en eso unos instantes, cuando me sacó de mis reflexiones --¡pobre de mí!--, un extraño y lejano ruido, como de cascos de caballo.


…En mis días, y también noches infantiles, en la época en que me iba de manganzón a bañarme en la quebrada La Bermeja, a merodear al centro por los predios del “Mercado Cubierto” y a subirme a los “gigantescos” árboles que rodean al otrora Cine “San Carlos”, en compañía de mis compinches, con el predecible propósito de disfrutar de las películas sin ver quebrantado nuestro exiguo presupuesto. Por esos días de mi niñez en blanco y negro, los viejos nos asustaban con los aparecidos tradicionales: “la llorona”, “la sayona”, “el escabezao” y tantos otros que enriquecen el folclor regional. Pero había un personaje al que no desdeñábamos del todo, en vista de que algunos de más jurados incondicionales aseguraban haberlo visto. Nos cuidábamos de no dejarnos coger la noche por los lados de La Romera por dos razones básicas: los “romeros”, quienes por un “álzame estas pajas” nos daban den la je… boca; y la segunda era que le teníamos el culillo parejo al fulano que mentaban “el emisario”, dizque porque era un enviado del mismísimo… ¡eeese mismo!, adivinó el lector.


No asociaba ese sonido con el modernismo actual de la ciudad, pero al dirigir la mirada hacia allí, no tuve dudas. En efecto, era la figura de un hermoso caballo blanco, que por efecto del reflejo selenita, más parecía plateado. Sus pisadas despedían enormes chispas hacia atrás y arriba; eran verdaderos resplandores blanco-azulados, visibles desde varias cuadras. Sin darle todo el crédito a mis ojos, me percaté de que la extraña figura se acercaba muy lentamente, como flotando, a pesar de que el magnífico corcel parecía galopar (?).

En el momento en que distinguí claramente la imagen, mi cuerpo fue recorrido por un intenso escalofrío. Atravesando la cercana avenida, justo allí donde estuvo la calle 17, venía un jinete sobre el animal; un jinete envuelto en una enorme capa con capucha, de un color oscuro pero indefinido que se me antoja negro después de meditarlo mejor. Por mayor esfuerzo que realicé con la buena visión lejana que aún poseo, no pude verle la cara… y no logré hacerlo por una simplísima, aunque absurda razón: porque… ¡no tenía! Parecerá que desvarío, que estaba alucinando, pero juro por mi honor que ocurrió como les relato; dentro de la capucha, sólo había un hueco negro en el lugar donde debería estar un rostro.

No me encuentro en condiciones de precisar cuánto tardó en pasar, pero me pareció interminable. Lo que sí puedo asegurarles es que ha sido una de las experiencias más aterradoras de mi azarosa vida. Y digo aterradora porque yo que no soy hombre de temores, quedé paralizado cuando la siniestra figura comenzó a agitar en su mano derecha un enorme machete cuyo filo despedía un brillo que me hizo erizar la piel, aunque debo confesar que lo que me sobrecogió al extremo de dejarme casi petrificado fue el escuchar al fatídico caballero, con una voz grave, ronca y potente que parecía más que humana, un feroz rugido y que repetía una y otra vez: ¡Santa Tereeesaaa!, ¡Santa Tereeesaaa!

¿Por qué una figura tan horriblemente diabólica nombraba a una santa y de esa manera? Tardé mucho en despejar esa incógnita, quizá debido al impacto emocional y reconozco que lo logré gracias a la ayuda de un viejo carretillero quien, aun a sus años, trabaja en el mercado de La Guayana. Este señor me relató que en sus años de mozalbete –los de él cuando Gómez y los míos en tiempos de Pérez Jiménez--, tuvo la misma visión, sólo que no tan de cerca como este servidor. Me contó Agapito, que un sábado por la noche, cuando regresaba a su casa después de hacerse hombre en el burdel “Las Cibeles” por la vía de los Kioscos, se detuvo para orinar contra un árbol en el instante de divisar al caballo de marras. Pensó que se trataba de un viajero que se dirigía a la vecina ciudad de Táriba, a donde se iba entonces por esa ruta; a medida que se acercaba, el joven iba palideciendo por lo que sus ojos veían y su razón se negaba a aceptar. Sin pensarlo ni una vez, se internó en los matorrales corriendo despavorido y sin siquiera abotonarse la bragueta. Fue en ese momento cuando caí en la cuenta de que nuestro amigo no gritaba el nombre de la santa, sino el del barrio, el cual por los tiempos de las primeras parrandas de Agapito estaba todavía en proceso de fundación.

Tal vez otra noche, movido más por la curiosidad que por el valor y esperando que el pánico no me inmovilice, me atreva a seguirlo a prudente distancia, a ver si indago para mí y para ustedes el motivo por el que este emisario del diablo se dirige al barrio Santa Teresa cuando hay luna llena después de la media noche. ¿Será que anda buscando almas descarriadas por encargo de aquél a quien prefiero no volver a mencionar?

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