sábado, 22 de mayo de 2010

PERDEDORES (feagmento)

Mercedes y yo nos conocimos en la U.C.V. cuando ella estaba finalizando el segundo año de Derecho y yo ingresaba a mi primero de Comunicación Social. Ambos andábamos con apuros por los pasillos ultimando detalles de nuestras respectivas inscripciones. La escena era típica: sacando fotocopias de la cédula, del título de bachiller, llenando planillas contra una pared o en la espalda de un compañero, o efectuando un depósito en el último minuto de caja en el banco... ¡dando carreras! Muy claro no está en mis recuerdos si fue prestando o pidiendo prestado un bolígrafo, que me tropecé de frente con ella, al final de unas escaleras donde casi nos caímos al piso. Debo confesar que realmente me impactó la belleza física de la muchacha: alta, como de un metro setenta y tres, cabello negro largo y abundante, cejas pobladas enmarcando unos preciosos ojos “aguarapaos”, cuerpo esbelto pero bien definido, en fin, una típica belleza venezolana; pero al rato, mientras nos tomábamos un café para hacer un breve receso, se me ocurrió que era su muy seductora personalidad lo que me tenía cautivado. Muy segura de sí misma, afable y alegre considerando la seriedad de las circunstancias, --me resultó incuestionable que era una persona que acostumbraba leer--. En las siguientes semanas nos vimos con frecuencia, íbamos al cine, al teatro, exposiciones plásticas; o nos reuníamos en un parque teniendo la naturaleza como cortina, para conversar durante horas sin percatarnos de que el tiempo transcurría. Lo muy cierto es que fuimos haciéndonos casi indispensables el uno para la otra y viceversa. Resultaría madrugado decir que estábamos enamorados, pero sí es irrefutable que había una gran empatía entre ambos. Realmente lo pasábamos mejor juntos, que en compañía de cualquier otra persona, ya que coincidíamos en algunos aspectos, pero diferíamos en las cuestiones esenciales que promueven la sana polémica y le dan gusto a una relación, impidiendo caer en la monótona rutina. Por ese tiempo compartimos hermosos y productivos momentos, al menos en lo intelectual y espiritual, ya que muchos relacionan la productividad sólo con lo monetario. ¡Pobres!, ignoran que el éxito es un compendio de factores, dentro de los que el financiero se cuenta, pero no es el único y ni siquiera el más importante --¿Dinero?, hoy no tenemos y de pronto mañana sí, o al revés que es peor--. De hecho, el éxito no es un destino en sí o un estado permanente, es un camino, una senda que transitamos día a día impregnados de armonía, amor y satisfacciones cotidianas, cuyo valor pocos reconocen. Forma parte primordial de la vida exitosa, las buenas relaciones con los demás: familia, amigos, camaradas laborales, etc., pero fundamentalmente familia, aquellos con quienes compartimos techo, mesa y hasta cama. Una vez que hemos logrado los otros ingredientes para llevar una vida armoniosa, la riqueza --en todas sus expresiones-- llega automáticamente.
Los jueves en la noche nos deleitábamos con la “Cátedra del Humor” en la sala de conciertos anexa al Aula Magna de la Ciudad Universitaria; nos resultan inolvidables las charlas magistrales, entre otros, del genial y recordado Aquiles Nazoa, así como del sobresaliente Pedro León Zapata. En fin, pasábamos nuestro tiempo libre juntos de una manera muy provechosa e intensa, hasta que ocurrió lo que era inevitable --considerando que ninguno de los dos era venusino--. Cierta noche, después de ver la polémica película española La caza, de Carlos Saura, al despedirnos en la puerta de su apartamento, nuestras miradas se cruzaron con un matiz diferente, nos acercamos lentamente y nuestros labios apenas se rozaron en un beso que nos sacudió como un terremoto interno, cuyo epicentro ya saben ustedes donde se ubica. En el momento de acariciar su cuello, ella emitió un profundo suspiro al tiempo que cerraba sus hermosos ojos del color de la miel, en una inequívoca señal de aprobación y entrega. Continué besándola y palpando su cuerpo, al comienzo por encima de la ropa y luego introduciendo mis manos por entre ella. Se me ocurrió que su piel era la más sedosa y sensual que había tocado en mi vida, al menos por años, hasta que encontré a Salomé hecha toda una mujer, quizás un poco prematuramente, pero mujer al fin. Salomé, la más prohibida de todas mis pasiones prohibidas, pero eso es también --y con mayor razón--, “harina de otro costal”.

--¡No!, ¡No! -–Gemía Mercedes.
--¿No qué? --Pregunté-- si ya estamos haciéndolo...
--¡No te detengas! --suplicó.

No hay comentarios:

Publicar un comentario