sábado, 22 de mayo de 2010

manuel rojas - POTOSÍ EN MI CORAZÓN (Crónica)…en revisión.


POTOSÍ EN MI CORAZÓN (Crónica)…en revisión.


Porque estás vivo Potosí
En mi alma y en mi diario
Y en quienes conmigo fueron
Con asombro andando andando…
Juan Ramón Urbina

El sueño de la noche anterior me dejó un sabor agridulce en la boca. Me levanté temprano y mamá dormía todavía. Mi papá había viajado lejos, hacia esos lugares que él mencionaba y que a mí se me hacían mágicos. Decía que debía atravesar inmensas montañas repletas de neblina, bosques terribles, enhiestas ciudades y hasta selvas, para llegar finalmente al Orinoco, y subir al barco repleto de hierro, que lo llevaría a otro continente por tres o seis largos meses. Papá jamás regresó a casa desde ese entonces.
Mamá siempre estaba sola y debido a eso se ponía a hablar con las gallinas, los loros, los gatos y los perros. A cada animal le tenía un nombre, incluso nombre de persona: el loro Roberto, el gato Esteban, la gallina Guillermina, y el perro Anselmo. Eso fue hace tiempo, después le vino la enfermedad y ya ni siquiera salía de su habitación. La tuberculosis se la llevó en un mes de abril del año pasado, y gracias a una vieja amiga de la familia, fue atendida con prontitud pero murió unos días después, en Pregonero, el pueblo más cercano.
Quedé solo; a cargo de la huerta y los animales. La amiga de mi madre, una vieja de setenta años, se fue luego del entierro. Algunos vecinos, que distan a pocos kilómetros de la casa, nos auxiliaron a tiempo para darle cristiana sepultura. Por eso la casa se me hizo grande y empecé a soñar cosas extrañas. Desde ese entonces sueño demasiado.
Cuando ya fui hombre, busqué una mujer joven, de nombre María, una vecina, y me uní a ella. Es pequeñita y trigueña, tiene los ojos grandes, como dos espejos negros y el pelo ensortijado. Con ella empecé a trabajar la tierra, a ordeñar, a vender el producto, y a distribuir el dinero de manera equitativa. A mi compañera se le iba el día entre la cocina y el patio.
Después de la muerte de mamá el gobierno empezó a abrir carretera por ese sector y ya todo fue distinto. Llegó la mano de obra: hombres corpulentos, italianos, americanos, franceses, colmaron la montaña y sus alrededores. Máquinas inmensas arribaron a las laderas, cerca del río. Ruidos de bocinas, de altavoces, de cornetas de todo tipo interrumpieron el silencio resguardado allí por siglos en la tranquila espesura. El río corría por un lado del pueblo. La empresa, responsable de la obra, contrató gente de Pregonero, y de pueblitos cercanos inmersos en la niebla como Fundación, y Laguna de García: Obreros rasos, mujeres para las cocinas y la limpieza. El personal administrativo venía de la ciudad.
Una noche soñé algo muy terrible: de pronto, cegado por una luz intensa, me sentí como un loco vagando por los aposentos de un extraño lugar. Iba junto a bestias de patas y cuerpo, descomunales. Desnudo seguí a través de veredas de piedra. Al final del túnel vi al Leviatán que menciona la Biblia. Luego me vi entre la espesura de un bosque bermejo, tan distante de la civilización que apenas las carretas me eran familiares. Las había visto atravesar la noche, después de grandes peregrinaciones. Vivía solo, como cuando murió mamá, y me pasaba el tiempo observando los corceles de fuego en la edad de todos los principios, en las campiñas, donde los guerreros limpiaban los escudos antes de la guerra. Todo lo veía desde la ventana de la vieja casona paterna. Me habían encerrado en esa casa inmensa. Miraba los espejos y apenas percibía un opaco aire de sequedad. Pero allí continuaba en silencio. Rompía el sol en mil pedazos para llenarme de luz. Los relojes marchaban al ritmo de mis siete, ocho, nueve años… ¿Qué edad tengo? Arriba hay un oso iluminado y más allá un soldado que yace bajo el fulgor de las lámparas.
La casa era demasiado grande y creía que no iba a poder recorrerla. Afuera llovía y en la ventana se acumulaba el vaho de la neblina; el sopor del viento anunciaba el fin del pueblo. Las madejas se resquebrajan ante mis ojos. Escuchaba el viento, y este arreciaba fuerte. Se me venía el techo encima. Entonces debía correr hacia algún lado, pero no sabía, todo era tan…tenso, tan espantoso. La noche caía con sus sombras en las paredes…luego despertaría y todo sería distinto, pero debía dormir…la lluvia persistía.
Desperté finalmente junto a María. Ella me miraba como asustada. Había oído hablar de la presa, o algo así.
- El agua del río ¿escuchaste lo que dicen?
- No, no he oído nada importante de eso, sólo sé que van a dar mucho trabajo a la gente de por aquí.
María me miró detenidamente para luego decirme que ese no era el punto, que la situación era mucho más grave de lo que nos imaginábamos.
Potosí era un poblado andino de calles de piedra y casas de bahareque, muy parecido por su clima de montaña a San Luis de Potosí, pueblo turístico en la sierra boliviana. Se encontraba enclavado en el páramo Pabellón, situado a 1.186 metros sobre el nivel del mar, en las sierras del ramal del Uribante, con una población de más de trescientas familias y una temperatura aproximada de 19C y lo rodeaban los ríos Puya y Uribante, por ambos lados, luego estos se unían y se convertían en uno solo que daba a río Negro, así le decían por lo denso de sus aguas y sus piedras negras.
Debido a eso, era imposible pensar que pudieran detener las aguas de esos dos ramales, por el contrario se creía que el movimiento de tierras era para construir una gran carretera por donde pudiera el campesino sacar el café y el cacao que se daba por esos lados, y que bien se cultivaba en el páramo. Pero eso estaba por saberse.
María y yo seguimos esperando a que se aclararan las cosas. Pero cada día que pasaba la situación se complicaba. Y cada día, por cierto, había más máquinas en la planicie abriendo la tierra con su feroz mano de hierro, derrumbando árboles, derribando montañas, desfigurando el paisaje. El ruido escabroso de los motores semejaba al que hacen los tanques de guerra que se preparan para una confrontación bélica. Todo ese sector se había convertido en un verdadero polvorín de gente buscando trabajo, de sindicalistas aprovechándose de su investidura, de vendedores de baratijas, de extorsionistas y prostitutas.
Una mañana lluviosa de finales de mayo de 1979, María decidió que debía trabajar en el consorcio, así le decían a la empresa que recién se había instalado en esa área: Consorcio Impregillo Smeraldi, una empresa italiana que tenía la responsabilidad de llevar la obra a feliz término.
-¿Por qué quieres trabajar, dime, no tienes todo en casa? –le pregunté con timidez.
-Porque todas las mujeres del pueblo están trabajando en el consorcio, y todas han progresado poco a poco, pues ahí pagan bien – me contestó con precisión.
La verdad era esa, la gente ganaba mucho dinero allí, como jamás lo habían obtenido trabajando la tierra. Los hombres habían abandonado el campo y ahora trabajaban de obreros en la compañía, las mujeres se desempeñaban en los trabajos domésticos o de mantenimiento en los galpones o en las casas recién construidas que eran para el personal profesional, generalmente extranjero, del consorcio. Desde ese entonces tuve que acostumbrarme a la idea de que mi compañera no iba a parar en casa por mucho tiempo: mi pobre María.
Y así fue. Todos los días llegaba tarde y todos los días se levantaba temprano. Se veía cansada y debía por las noches meter los pies en agua tibia, con sal. No aguantaba la hinchazón en los tobillos. En cuanto a la casa, los pocos animales que teníamos se murieron, sobre todo el ganado; también las gallinas y los patos, los loros y las guacamayas emigraron hacia otras casas u otras tierras, y la huerta ya no producía como antes. ¿Por qué todo se había venido abajo? Presumo que por el abandono en que sometimos al campo. Yo tenía que prepararme la comida y por supuesto servírmela y comer solo. Empecé a ser la burla de los vecinos hasta que también decidí buscar trabajo en el consorcio. Cuando uno se refería al Consorcio, lo hacía con la veracidad de que se trasportaba a otra dimensión. Era algo así como cambiar de paisaje, de panorama o de escenario. Pero la impresión que se sentía era de prosperidad, de remontarse hacia otros espacios donde el dinero jugaba un papel importante. En otras palabras: salir de abajo.
María trabajaba en el galpón que estaba destinado a suplir de electricidad al sector y yo en el Club La Trampa, de mesonero. Nunca había trabajado en eso pero no hubo otro sitio donde me pudieran emplear, sin embargo aprendí fácilmente ese oficio. El problema que todos confrontábamos era el idioma, pero la compañía trajo a un administrador que sabía hablar perfectamente el inglés; idioma con el que se comunicaban la mayoría de los extranjeros, excepto los italianos, quienes sí utilizaban su idioma en todos los casos. Yo entré a la compañía como una pieza que formaba parte del veinticinco por ciento que le correspondía contratar al consorcio, y el setenta y cinco restante lo contrataba el sindicato. Según decían todos, eso era una suerte envidiable por muchos, pues el consorcio los protegía de manera especial. María, en cambio, había entrado por parte del cupo de empleados del sindicato. No obstante, en cuanto al pago, no se notaba ninguna diferencia especial.
María y yo ya casi no nos veíamos. El horario de ambos no contrastaba en nada. Cuando yo estaba libre ella trabajaba y viceversa. Tan sólo en la madrugada podíamos cruzar algunas palabras pues el club se cerraba a eso de las cuatro o cinco de la mañana y a las seis ella debía salir de casa. Esto produjo entre ambos una atmósfera de agobio, de soledad o de abandono por no decir de rechazo; una leve separación que rayaba en el hastío ante una falta de afecto, un “hundirnos en el olvido de las horas cuando más nos necesitábamos como pareja”.
Sin embargo todo iba bien. El dinero que ganaba lo metía en el banco. Era poco lo que gastaba en la casa, pues suplía la mayoría de mis necesidades en el consorcio. Allí comía, me bañaba y hasta dormía. Ella hacía lo mismo. Los días pasaban rápido. Los espejos del tiempo nos borraban el rostro con la entrada de las lluvias, con la neblina y el frío que se veía y sentía allí; el viento de la montaña nos daba en el rostro con bofetadas inmisericordes. Las noches eran demasiado negras y pesadas y cuando amanecía el sol apenas se asomaba, con timidez, en las colinas que rodeaban los centros de trabajo del consorcio. Un día, después de mucho tiempo sin saber de mi familia, fui a visitarles y allí supe la verdad de todo. No salía del asombro. Las autoridades gubernamentales habían decidido desalojar todo el poblado para dar paso a la anegación de las aguas del río Uribante por causa del represamiento de la presa La Honda. La decisión no fue fácil. Los pobladores opusieron resistencia. La gente salió a la calle con palos y piedras, trancaron las carreteras aledañas, los caminos alternativos, las trochas, se hicieron pancartas en señal de protesta. Un sentimiento de impotencia, de odio quizás, se apoderaba de los pobladores del pueblo. Allí habían nacido, se habían criado, allí vivían y allí iban a morir, y no se podían resignar. Todo estaba allí: los recuerdos, los sueños, la vida, el porvenir. En realidad esto de construir una presa no era comprendido por nadie. Pero el Gobierno convenció a la gente ofreciendo casas nuevas a las familias y un futuro promisor, como consecuencia de la construcción del Complejo Hidroeléctrico Leonardo Ruiz Pineda que, según se dijo en aquel entonces, traería progreso y bienestar para todos.
Las pesadillas no se hicieron esperar. De pronto, una sombra intensa me hundió en una noche tenebrosa. Me sentí como un loco vagando por una extraña colina. Estaba rodeado por inmensos precipicios cuyo fondo, presumía, daba a pequeñísimas quebradas. Un viento de fuego se veía venir sobre mi cabeza. Me hallaba desnudo sobre la hierba. Huía desesperado a ras de la loma por sobre la maleza. Oía gritos tras mis espaldas. Después de correr un largo trecho encontré la boca de un túnel. Desde ese entonces empecé a sospechar que esa escena se repetía. Exactamente eso me estaba ocurriendo: me vi entre la espesura de un bosque bermejo, tan distante de la civilización que apenas las carretas me eran familiares. Las había visto atravesar la noche, después de grandes peregrinaciones. Vivía solo, como cuando murió mamá, y me pasaba el tiempo observando los corceles de fuego en la edad de todos los principios, en las campiñas, donde los guerreros limpiaban los escudos antes de la guerra. Todo lo veía desde la ventana de la vieja casona paterna. Me habían encerrado en esa casa inmensa. Miraba los espejos y apenas percibía un opaco aire de sequedad. Pero allí continuaba en silencio. Rompía el sol en mil pedazos para llenarme de luz. Los relojes marchaban al ritmo de mis siete, ocho, nueve años… ¿Qué edad tengo? Arriba hay un oso iluminado y más allá un soldado que yace bajo el fulgor de las lámparas.
La casa era demasiado grande y creía que no iba a poder recorrerla. Afuera llovía y en la ventana se acumulaba el vaho de la neblina; el sopor del viento anunciaba el fin del pueblo. Las madejas se resquebrajan ante mis ojos. Escuchaba el viento, y este arreciaba fuerte. Se me venía el techo encima. Entonces debía correr hacia algún lado, pero no sabía, todo era tan…tenso, tan espantoso. La noche caía con sus sombras en las paredes…luego despertaría y todo sería distinto, pero debía dormir…la lluvia persistía.
La construcción de la presa marchaba normalmente. El encofrado cubría ya gran parte del paraje. Las máquinas perforaban en las profundidades del valle. Los inmensos camiones subían las cuestas de tierra blanca que daba a la carretera principal, repletos de arena para vaciarla en la explanada. Desde las colinas se veían los galpones de techo verde donde dormían los obreros. Muchos de ellos murieron cuando trabajaban en los túneles. Pero eso casi pasaba desapercibido. La muerte era casi un pretexto para continuar la obra. Las prostitutas salían y entraban en las habitaciones como si estuvieran en sus propias casas, y sin bañarse se acostaban con el siguiente cliente. Esto a la larga generó una pequeña epidemia de contaminación de enfermedades venéreas, las cuales eran atendidas en el hospital del consorcio. A algunos de ellos expulsaban, otros continuaban como sin nada, todo dependía de la relación que tuvieran con los líderes sindicales de cada estación. Las estaciones eran muchas, desde mantenimiento hasta administrativas.
Ese día sucedió lo peor que me hubiera pasado durante muchos años. María se estaba muriendo en una fría camilla de hierro en el pequeño hospital del consorcio, a causa de una descarga de electricidad. Su cuerpo yacía tirado en la soledad de esa habitación que ya parecía oler a formol. Su piel había adquirido un color morado con manchas negras. Su rostro miraba el poniente, con ojos vidriosos y profundos. El cabello lo tenía esparcido hacia los lados y en desorden y su corazón dormía la duermevela de los siglos en el pasillo de la muerte, a donde todos iremos a parar algún día.
Todo estaba ahí, menos ella. Mi vida parecía terminar allí y no volvía a empezar en ninguna parte. No tenía a donde ir. Salí corriendo a la oficina de Recursos Humanos y renuncié. No podía seguir trabajando para una empresa que me despojaba de las cosas que más amaba en la vida. Luego regresé al pueblo. Ya era de noche y la gente se había acostado, pensé pero no fue así. Esperaba agazapada detrás de las paredes, rezando. Desde que entré al pueblo, empecé a gritar como un loco, bajo una lluvia menuda, limpia, fresca, que me caía sobre el rostro. Entonces vi las carretas listas, los caballos enjalmados, los autos dispuestos para el viaje. Unas personas esperaban en el pasillo de una de las viejas casonas del pueblo. Las lámparas del insomnio iluminaban las cabezas de los transeúntes que, envueltos en sobretodos amarillos, esperaban el amanecer. Caminé a lo largo de la calle, desgarrado de dolor. Todo estaba ahí, menos ella. Pero nada seguiría estando ahí después de hoy, nada seguiría creciendo en la intimidad de la tierra para dar fruto en la orfandad de la yerba amenazada. Y allí me quedaría para hacer frente al aluvión. Para enfrentar las fauces del Leviatán. Para contener las olas que implacables arremeterían en contra de mi pueblo. Pero allí esperaría esas lenguas de agua asesina, allí, con mi corazón desbordado, por amor a Potosí…
En 1984, Potosí fue anegado totalmente por las aguas de la presa Uribante Caparo-Estado Táchira.



5 comentarios:

  1. El ,a veces mal llamado, progreso se lleva por delante hasta los sueños...

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  2. Que hermoso relato y trágico a la vez, sueños descomunales fundidos en una historia.Saludos amigo poeta y escritor. Alba Myriam.

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  3. me gusto manuel es bueno encontrarte aqui

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  4. Muchas gracias por seguirme y además leerme...un abrazo en la distancia.

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  5. Tan encantadores los sueños como desgarradora la realidad en que fueron convertidos este pintoresco pueblo, amado de sus pobladores, las cuencas y las laderas, las casas y los nidos, los mismos amores destruidos y derruidos, tanto nadar en alta mar para morir en la playa, dicen los sabios refranes, tanto alardear de una gigantesca obra para luego no servir ni par poco ni para nada, solo sirvió para cambiar el paisaje, hoy es un bonito lago, con muchas cabañas para el turismo, pero siguen siendo tristes la historia y los recuerdos que llenan más de lágrimas que de las aguas del río al lago, que ni peces engendra, pues hasta amargas deben saber sus aguas...mis cálidos abrazos.

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