martes, 27 de marzo de 2012

Astolfo y los Globos de los Sueños




Con un morral lleno con un par de mudas de ropa de medio uso, el sueño de triunfar como cantante y un montón de batallas por ganar, se terció la vieja guitarra al hombro y salió a la carretera. El sol y una fresca brisa bañaban su joven y hermoso rostro. Aspiró profundo para llenar los pulmones de aire y su espíritu de esperanza. Caminó por la orilla izquierda --como le enseñara su padre, otro Astolfo ya difunto--, por más tiempo del que sus cansados pies podían soportar. Finalmente se detuvo en un cruce de caminos, por donde pasaban automóviles y camiones rumbo a la capital del estado y a Caracas.
El camionero le despertó con un toque en el hombro.
--Epa muchacho, voy a parar un rato para estirar las piernas, poner gasolina y comer algo. ¿Te provoca un par de arepas y un café con leche?
--Sí señor, ¿cómo no? lo único que tengo entre pecho y espalda es un buchito de café negro que tomé antes de salir del rancho, a las cinco de la mañana –respondió con gratitud.
--Ya pasan de las nueve y media y también tengo hambre.
El hombre observaba al joven mientras éste devoraba, literalmente, las arepas rellenas con carne mechada. De pronto reparó en la guitarra, la cual no desamparaba como un tesoro muy valioso.
--¿Y esa guitarra, eres músico?
--Bueno, músico, músico no, me acompaño con ella para cantar.
--Y ¿pa’ dónde vas?
--A la capital. Voy a tener mucho éxito como cantante. Cantaré en la televisión, voy a grabar discos y ganar mucha plata, ¿sabe? Le voy a comprar una tremenda quinta a mi viejita y una nevera grandota, que siempre va a estar llena de comida.
--¡Ay carajito! Los pobres no tienen sueños, nomás tienen pesadillas.
--Yo sí lo voy a lograr señor, cuando sea famoso lo voy a invitar a comer en el mejor restaurante de Caracas.
--¡Así se habla, carajo! Con ganas de ganar. Mira, llegando a Valencia hay un carajo amigo mío que tiene un motel con una taguara bien montada. Los fines de semana, esa vaina se llena con gente que va a tomar y a bailar. Él, a veces presenta conjuntos de música criolla y a jóvenes, que como tú, por algo de dinero, comida y alojamiento, cantan para un público que al final no es muy exigente.
--Eso sería estupendo. ¿Me lo presenta?
--¡Clarinete! A eso de las cinco o seis de la tarde, iremos llegando allí, y como es viernes, hasta puede que empieces hoy mismo, si le caes bien al tipo. A propósito, ¿cómo tú te llamas?
--Astolfo Benavides, señor.
--¡Ja, ja, ja! Perdóname hijo, pero eso no es nombre, es castigo. Mejor te presentas en el local del italiano con otro nombre. ¿Qué te parece Alexander, como nombre artístico que llaman? Ya sé que hay varios “Alexánderes” por ahí, pero es pegajoso y como que trae suerte. Será porque suena a extranjero.
--La verdad, yo me siento orgulloso de mi nombre, que era el de mi padre también, pero usted tiene razón, la gente es muy novelera con los artistas.
--Oye, ¿y eres bueno? Porque si te voy a recomendar con el italiano…
--Allá en mi pueblo cantaba en la Iglesia y los muchachos siempre me buscaban pa’ llevarle serenata a las novias. Todos allá dicen que canto muy bonito.
--Entonces, ¡tú cantarás! Y de hoy en adelante, Alexander.
La especie de discoteca gigante, que resultó ser nomás un enorme caney con rústico mobiliario y una tarima, estuvo llena todo el fin de semana. Astolfo prosiguió hacia la capital con más dinero en el bolsillo del que había visto en toda su corta vida. No era mucho, realmente, pero él era muy pobre y la riqueza es una magnitud tan relativa, que para un limpio, unos pocos miles, son toda una fortuna.
A las pocas semanas, muchos de los globos de sus sueños, ya habían sido reventados por los dardos de la realidad, una realidad que a un joven de esa edad se le antojaba cruel, dura, infame. Había llegado a una ciudad con muchas casas, pero pocos hogares; mucha gente, pero pocos seres humanos. Una ciudad llena de “panas”, pero muy pocos amigos y con muchísimas casas, pero casi todas enrejadas. Llegó a creer que la experiencia de Valencia era sólo el principio de una vertiginosa carrera artística. Pero resultó nomás un evento aislado, una burla del destino o lo que sea que llamen así. Una ilusión sin fundamento real.
Un buen o mal día se halló cantando en el bulevar, entre Sabana Grande y Chacaíto y recibiendo unas pocas monedas de transeúntes que en nada valoraban su arte. Sólo arrojaban metal al estuche de guitarra, para poner un parche a su conciencia y seguir su camino.
Pero en la vida, las cosas cambian. Al cabo de un par de años, tal vez un poco menos, llegó su “manager” a la habitación del hotel y le informó:
--Bien Alexander, aquí están tu pasaporte, los dólares para el viaje y los boletos. Ya sabes lo que hacer en Nueva York al arribar al aeropuerto John F. Kennedy. Ahora trágate los globitos y está listo a las cuatro en punto de esta tarde, para llevarte a Maiquetía. Tu avión despega a las 06:45 pm.
La pobre vieja se quedaría esperando la quinta y la nevera llena de comida. ¡Ah!, y las novias del pueblo, sus serenatas. Los últimos globitos de los sueños se reventaron dentro de Alexander. Volvía a ser Astolfo, otro difunto Astolfo.
Irónicamente falleció en el aeropuerto que llevaba el nombre de quien dijo:
No podemos negociar con aquéllos que dicen: “lo que es mío es mío y lo que es tuyo es negociable.

4 comentarios:

  1. Como siempre, muy buena y entretenida eescritura. Gracias por compartir.

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  2. Esperanza
    Hace 87 días
    Muy buen relato Héctor en el que nos detallas el cuento de la lechera de tantos jóvenes que empiezan con globos que se pinchan o desinflan. En este caso has recurrido al recurso literario de otros globos que muchos consideran el pasaporte para subir alto y que les hacen perder la vida en la subida. Enhorabuena, abrazo y *

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  3. NEUROMANTE
    Hace 79 días
    La fama inmediata es una quimeras entre la gente pobre de nuestra Latinoamérica y el mundo, y solo unos cuantos lo logran, los otros pasan a formar parte de las víctimas de ese “sueño”, y tu lo describes como es, con toda su crudeza. Muy bien.

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  4. VMONTEMAYOR
    Hace 70 días
    Muy buen relato, Hector, un abrazo.

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