martes, 6 de marzo de 2012

“El Bolívar que pocos conocen”


“El Bolívar que pocos conocen” (1)

Héctor Estrada Parada


El jueves 10 de julio de 1.830, veintitrés días antes de su cumpleaños número 47 y pocos meses antes de su encuentro con la inmortalidad, se hallaba El Libertador en Cartagena, su muy querida Cartagena de Indias. Había amanecido fresco y agradable ya que una llovizna, iniciada en la madrugada, caía blandamente, obligando a los cartageneros a permanecer en sus moradas. El Libertador, al igual que ellos, sintiéndose incómodo por la humedad, también decidió descansar ese día. Después del desayuno se puso a caminar por los corredores de la casa, para luego decidirse por un libro y escogió uno de su preferencia. Su portada indicaba que había sido leído muchas veces y eso mismo pensó él cuando lo tuvo en sus manos; mas su lectura lo hacía descansar y se metió en la hamaca para leer. Lo abrió al azar, en medio de sus páginas, sin importarle dónde e inició la lectura: “… ¡Cuán rápidamente pasamos sobre esta tierra! El primer cuarto de la vida transcurre antes de que se conozca el uso; el último cuarto pasa enseguida que se ha cesado de gozar de él. En un principio no sabemos vivir; muy pronto no podemos hacerlo ya; y en el intervalo que separa estas dos extremidades inútiles, los tres cuartos del tiempo que nos queda son consumidos por el sueño, por el trabajo, por el dolor, por la obligación, por preocupaciones de todas clases. La vida es corta, menos por el escaso tiempo de duración que porque de este poco tiempo no tenemos casi nada de él para gustarlo. El instante de la muerte aunque esté muy alejado del nacimiento, hace la vida siempre demasiado corta cuando este espacio no se ha llenado de modo conveniente…”

El Libertador se quedó pensativo con el libro entre las manos… de nuevo leyó el mismo párrafo. Ya inquieto se paró de la hamaca y colocó el libro abierto, con las páginas hacia la tabla de la mesa para no perder la hoja leída por segunda vez. ¡Algo de la lectura lo había inquietado! Caminó por la habitación cuan larga era en ambos sentidos; tomó de nuevo el libro, le miró el título.

--¡Sí, es el Emilio!

Se quedó un rato pensando y moviendo la cabeza.

--¡Cómo es posible que jamás hubiese reparado en el contenido de este capítulo! ¡Debe ser que hoy lo estoy leyendo con más tranquilidad y en condiciones distintas! A lo mejor pensé al leerlo, en otras oportunidades, que todo esto era aplicable a los demás; pero ya veo que a mí también me cuadra perfectamente.

El Libertador levantó el libro de la mesa y nuevamente se hundió en la hamaca con él, se impulsó con los pies en el suelo para mecerse y de nuevo leyó por tercera vez aquel capítulo que tanto le había intrigado y se dijo:

--¡En verdad, que el primer cuarto de mi vida transcurrió sin que yo hubiese conocido lo que es vivir… ¡Huérfano a los nueve años, sin padre ni madre. Hostigado por el tuerto Sánz; acosado por el padre Andújar; don Guillermo Pelgrón; el doctor Vides y por último Andrés Bello, que nunca me quiso ni de niño ni de hombre, total ¡Huérfano de padre, de madre y de afectos! Luego me entregaron a Simón Rodríguez, éste al menos, hizo mi vida más placentera en San Mateo. De él aprendí los conceptos de la libertad, los derechos del hombre y la división de los poderes; también me enseñó a nadar y seleccionar los alimentos; me obligó a leer las “Vidas Paralelas” de Plutarco y me hizo conocer a este libro que lo he tenido toda la vida en mis manos y hoy me tiene cavilando… ¡Mas, qué poco duró todo aquello! Cuando ya me sentía bien y mi afecto por Simón Rodríguez empezaba a crecer, éste tuvo que salir huyendo de Venezuela a llamarse Samuel Robinson en tierras extranjeras y para desgracia mía, volví a caer en manos de mis tíos, quienes inmediatamente se desprendieron de mí… ¡Claro, les estorbaba! Y me enviaron a las Milicias de los Valles de Aragua, de donde salí más tarde con el grado de subteniente. Llego a Caracas, me enamoro y recibo mi primer desengaño. Luego mis tíos Feliciano y Carlos me montan en la goleta San Ildefonso, me recomiendan a su Capitán, don José Borjas y éste me afloja en España… ¡Aunque todo no podía ser tan malo! Allá tuve la suerte de conocer al Marqués de Ustáriz y al oírlo hablar me doy cuenta de mi ignorancia… ¡Yo no sabía nada de nada!, no sabía ni escribir… ¡Qué vergüenza! ¡Cuánto le debo a Ustáriz! Él, viéndome incómodo y angustiado por ser tan ignaro, se compadeció de mí, me dio algunos conocimientos y luego me buscó los maestros que necesitaba en matemáticas, literatura, historia, filosofía, danza, esgrima y otras cosas. También aprendí en su casa, las ideas de la Revolución Francesa y para que no faltase nada, fue en su casa donde conocí a María Teresa, nos casamos y a los pocos meses ya era viudo. Así pasó, no la cuarta parte de mi vida, sino la tercera… “¡Cuán rápidamente pasamos sobre esta tierra!”. ¡El primer tercio de mi vida pasó sin que yo la conociera ¡Luego regreso a Europa joven y rico, sediento de lujos y placeres prohibidos en la colonia. El oro me franqueó todas las puertas. Los hombres me abrieron sus brazos y las mujeres me brindaron sus caricias… ¿Qué me quedó de todo aquello? ¡Nada! Sólo que había gastado miserablemente la mitad de mi vida. ¿Qué fue de Fanny y sus salones? ¡Nada!... Hoy me pregunto: ¿Cuándo se inició la segunda parte?... En el instante en que la Divina Providencia me depara un nuevo encuentro con mi maestro Rodríguez en medio de aquél hastío y de la insatisfacción de la vida que me estaba devorando, fue el momento en que me di cuenta de que el dinero da todas las complacencias de la carne sin dejar nada por dentro… ¡Tan sólo un vacío en el alma! Luego aquella enfermedad me perdonó la vida en Viena, para que siguiera mi viaje por la vieja Europa, acompañado de Simón Rodríguez y así conocer por su boca a los filósofos y a los políticos: Bacon, Voltaire, Rousseau, Hobbes, Montesquieu y otros… ¡Quién pudiera andar de nuevo el camino! Aún recuerdo cuando presenciamos la bochornosa comedia de la coronación de Napoleón delante del Papa Pío VII, para terminar mi viaje en Roma; y ya siendo una persona distinta le dije a Simón Rodríguez crudamente: “Te juro Rodríguez, que libertaré a América del dominio español y que no dejaré allá ni uno sólo de esos carajos…”

El Libertador se impulsó de nuevo para mecerse y volvió a leer: “El instante de la muerte, aunque esté alejado del nacimiento, hace la vida siempre demasiado corta cuando este espacio no se ha llenado de modo conveniente…”

--¡El mío ya está colmado!—dijo cerrando el libro.
1799, su primer viaje a Europa.

“El Bolívar que pocos conocen” (2)

Héctor Estrada Parada


“La otra Manuelita”

“La tarde del siete de diciembre de 1.824 entramos victoriosos en Lima. El pueblo me arrebató del caballo para llevarme en hombros hasta el palacio, ¡casi me ahogan! Esa noche, cansado, exhausto, encontré en mi libro de notas una flor marchita. No salí de mi asombro hasta leer el papel manchado que la escondía”

-Guárdala, es de Manuelita Madroño, para que no me olvides nunca, ni tampoco olvides nuestro amor que fue tan grande como grande es el Valle Huaylas, donde te aguardaré la vida entera.

¡Todo había sido tan real, que en su cara sintió el frío penetrante de la montaña! El chisporroteo de la vela, ahora más fuerte por ser el último grito para despedirse de la vida, lo sobresaltó, vino la oscuridad y con ella cesó la felicidad que le había producido el recuerdo de tiempos que jamás volverían. Una sonrisa de complacencia y a la vez de satisfacción nostálgica lo ayudó a conciliar un placentero sueño.

Manuela Madroño -según relata el peruano Ricardo Palma- era una chica de dieciocho años, de las más guapas del departamento de Ancachs. Era un fresquísimo y lindo pimpollo muy codiciado. Una mañana del mes de mayo de 1.824 hizo Bolívar su entrada oficial en Huaylas. El Cabildo, que pródigo estuvo en fiestas y agasajos, decidió ofrecer al Libertador una corona de flores, la cual le sería presentada por la muchacha más bella y distinguida del pueblo, claro está que Manuelita fue la designada. No pasaron cuarenta y ocho horas sin que los enamorados ofrendaran a la diosa Venus. Manuelita en ese momento decidió ser la querida del hombre más grande de América y no la simple campesina olvidada y llena de hijos en lo más profundo del Valle de Huaylas.

Ausente ya Bolívar, habiendo proseguido campaña, Manuelita guardó tal culto por el nombre y el recuerdo de su amado, que jamás correspondió a las pretensiones de los galanes de la región. Ya en estado de edad senil, aún se alegraba y se rejuvenecía cuando algunos de sus paisanos la saludaban al paso, diciéndole:

-¿Cómo está la vieja de Bolívar?

Pregunta a la que ella respondía con picardía y sonriendo de satisfacción y orgullo:

-¡Cómo cuando era la moza!


Héctor Estrada Parada



Camino de Santa Marta,
fiesta en honor al Libertador en Honda, 15 de mayo de 1.830.


En la casa del Coronel Posada Gutiérrez, El Libertador tomó un buen descanso; sin sospechar que los miembros del Concejo Municipal, los empleados públicos, los principales vecinos y el mismo Coronel Posada Gutiérrez, habían organizado un suntuoso baile en su honor para el día 15, ya que al siguiente se embarcaría para Turbaco. El festejo serviría para alegrarlo un poco y a la vez para despedirlo.

Posada Gutiérrez notificó de la celebración del baile a Bolívar y éste se sintió complacido, aún cuando no se sentía con ánimo ni con fuerzas para bailar. El Libertador se avivó con la invitación y ordenó un baño de agua tibia. Se afeitó él mismo y se peinó sus escasos cabellos blanquecinos con mucho cuidado, haciéndolo de atrás hacia delante para disimular un poco la calvicie bastante avanzada. Se vistió de etiqueta y se roció con unas gotas de agua de colonia a pesar de haberle puesto un poco al agua de la bañera, como era habitual. No pensó oportuno usar uniforme ni condecoraciones por tratarse de una fiesta no oficial. Se quejó un tanto de la temperatura con el General Laurencio Silva y salió complacido y acompañado de sus edecanes, el Capitán Fernando Bolívar, su sobrino y escribiente, y el Coronel Belford Wilson, hijo de su gran amigo el General Robert Wilson, quien le había obsequiado con un par de volúmenes invaluables: El contrato Social de Rousseau y El Arte Militar de Mont-Cuculi, y que pertenecieron a la biblioteca de Napoleón Bonaparte.

Las calles estaban muy concurridas. De todos los caseríos vecinos había llegado una gran cantidad de personas para mirar la fiesta. Muchos, vistiendo lo mejor que poseían, se sintieron invitados al baile. El Libertador oyó, a su paso por las calles, vivas y exclamaciones. Él respondió a todos los saludos… ¡Era feliz!

Su entrada en la casa fue recibida por el Alcalde, los miembros del Concejo Municipal, el Párroco, el Comandante de la Policía local, el Juez, la Alcaldesa y un médico de Cartagena que se encontraba de paso y trataba de hacerle comprender su nuevo estado después de los cincuenta. El Coronel Posada Gutiérrez, con uniforme de gala y un grupo de damas que se arremolinaban para tener el honor de que sus manos fuesen tocadas por los labios del Libertador, se encontraban en la entrada del salón de la casona.

En el momento en que Simón Bolívar hizo su entrada al interior de la sala, Posada Gutiérrez miró a los músicos de una manera convenida previamente y éstos iniciaron la fiesta con una gavota del Gluck, ya programada para música de fondo durante las salutaciones de rigor. Bolívar fue conducido del brazo de la Alcaldesa hasta un ángulo del salón donde habían preparado una pequeña tarima alfombrada para que el invitado de honor pudiese dominar toda la fiesta en sus momentos de descanso. Después del brindis por la salud y la grandeza de El Libertador y la elocuente contestación de éste, el Alcalde invitó a Su Excelencia para que abriese el baile. Bolívar se humedeció los labios con la punta de la lengua, sonrió y se excusó alegando su precaria salud, declinando el honor en la persona del mismo Alcalde, quien se sintió el hombre más dichoso de la Tierra cuando todas las miradas se volvieron hacia él. ¡Nunca había sido tan feliz!, El Libertador lo comprendió así, alegrándose de su elección. El Alcalde, pidiendo permiso al Libertador, tomó por el brazo a su señora esposa y dibujó los primeros pasos de un minueto.

El invitado de honor, desde su atalaya miraba la gran cantidad de flores que adornaban el salón. Las luces chocaban contra el oropel de los uniformes para hacer más vistoso el atuendo militar. La alegría era desbordante… ¡Claro! ¡No siempre se asiste a un baile donde el invitado principal es El Libertador Simón Bolívar!

--Su Excelencia --dijo Posada Gutiérrez al Libertador-- veo que usted se encuentra complacido aun cuando no lo he visto bailar como lo hacía en otros tiempos, cuando incansable amanecía para luego dictarle a su amanuense.

--Es verdad Coronel, pero los tiempos cambian o se van cuando son buenos para no regresar jamás; sólo quedan los recuerdos que avivan la imaginación con los candiles que chispean en los uniformes, la belleza de las mujeres y una copa de buen vino de Burdeos; aunque debo confesar que me siento como si yo fuera el General San Martín.

--No comprendo, Su Excelencia, ¿por lo enfermo?

--No, Coronel --replicó Bolívar--, mi mente me transportó a una noche de julio de 1.822 a un baile inolvidable que me ofrecía el señor Luzárraga en la Casa de Gobierno de Guayaquil. Carmen Garaycoa me coronó de laureles, ¡Qué noche aquella! Carmen y sus hermanas casi me enloquecen. Bailé con todas y todas me amaron; aunque la “Gloriosa” fue algo distinto… ¡una muñeca de porcelana!: frágil, inocente, intocable; ella se merecía un velo y una corona de azahares… Pero volvamos a lo de San Martín: En medio de aquella fiesta realzada por los uniformes, las luces y sobre todo por las mujeres más hermosas de Guayaquil. El champagne y unos músicos incansables, además de un obsequio digno de los dioses, San Martín permaneció toda la noche en una butaca como estoy yo ahora… ¡sentado como un soberano pendejo! mientras contemplo a los demás con una mujer entre los brazos… Y hoy me pregunto: ¿Sabría bailar San Martín?, ¿Estaría tan enfermo como yo ahora?, ¿o simplemente estaría añorando a Rosita Campusano? Es la semejanza que encuentro en este momento entre el General San Martín y yo en este momento. ¡Pero de que aquella fue una noche inolvidable… no hay dudas! En otra ocasión le contaré algo más acerca de la “Gloriosa”.

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