martes, 27 de marzo de 2012

Corazón, estoy bien, corazón.



Adalberto Bermúdez, se hallaba en el consultorio del prestigioso cardiólogo, en cuyas manos se había puesto días antes, por la presunción de que fuera cardiópata.
--Pero doctor, si usted me dijo que estaba muy preocupado, que todo parecía indicar que mi corazón no…
--Nada, nada, Amigo Bermúdez, no hay de qué preocuparse, esos equipos de diagnóstico electrónico no se equivocan jamás. Esa pequeña arritmia que percibimos hace unos días puede ser una falsa alarma y nada más. El estrés, amigo mío, se toma usted el trabajo demasiado en serio.
--Doctor, ¿y la fatiga que siento al subir una escalera, y las escaladas de la presión arterial?
--La angustia que le provocó la sospecha de tener un grave daño cardíaco, le ha sugestionado de tal modo, que ha comenzado a somatizar sus temores, al extremo presentar, aparentemente, síntomas de una enfermedad que no tiene.
--Tengo que comunicárselo a mi esposa, ha estado muy angustiada estos últimos días. Entonces ¿No hay duda doctor, estoy sano?
--¡Como un toro!, los resultados de esas pruebas no indican nada que deba quitarnos el sueño. Más aún, le hago una recomendación de médico y amigo. Llame a su mujer e invítela a salir, llévela a almorzar y tómense la tarde libre para hacer lo que les plazca. No se ponga límites. Y por último, es una orden, llame desde aquí mismo a su oficina y diga que no volverá hasta mañana, que se las arreglen sin usted. Hágalo, amigo Bermúdez, hágalo usted y sea feliz.
Bermúdez salió del consultorio del cardiólogo sintiéndose un hombre nuevo. Su semblante rejuvenecido irradiaba alegría y optimismo. No era para menos, apenas dos semanas atrás, su médico personal había mostrado mucho recelo por la condición de su corazón, el cual parecía estar seriamente dañado. Con base en ese diagnóstico le fueron practicados unos exámenes con equipos de la más avanzada tecnología, arrojando los mismos, como resultado un corazón fuerte y sano a los cuarenta y siete años.
--Julieta, Julieta corazón, no tengo nada, estoy bien mi amor. Estoy bien del corazón.
--¡Qué alegría! Adalberto de mi alma. ¿Qué te dijo el doctor?
--Basándose en las pruebas que me hicieron, todo está bien. Voy a vivir más que Matusalén. Ahora prepárate para que salgamos por lo que queda del día. Vamos a divertirnos, corazón.
Andaban por la calle como un par de adolescentes tomados de la mano, dando saltos y riendo por todo. Ambos estaban felices y con sobrada razón. La noticia para Adalberto, fue como si a un reo condenado a pena de muerte, le notificaran de un indulto a última hora.
Después de un suculento almuerzo, que nada tuvo que ver con la odiosa dieta de los quince días más recientes, se fueron a un piano-bar cercano, donde se podía bailar desde el mediodía.
--¡Cuánto hacía que no bailábamos, Julieta! Se olvida uno de vivir por tanto trabajo y tantas obligaciones. Es lo que realmente nos daña la salud, el no disfrutar y no reír.
--Sí, mi vida prométeme que de hoy en adelante, vamos a salir con frecuencia y a pasarla rico, como hemos hecho hoy.
--Prometido corazón, ahora que sabemos que estoy bien del “ídem”.
Rieron y rieron; no cabían dentro de sí de tanto gozo y dicha. Salieron del piano-bar y tomaron por la autopista hacia el este de la ciudad, para sólo deambular y pasear sin rumbo fijo. Cuando llegaron a la vía de la cercana ciudad de Guarenas, vieron que había un parque de atracciones mecánicas recién instalado. Se miraron con complicidad y a coro se dijeron:
--¡¿Por qué no?!
Y con renovado entusiasmo, entraron y compraron un montón de boletos, dispuestos a montarse en todos los aparatos más de una vez, en cada uno. Comieron algodón de azúcar, perros calientes, dispararon a los globos. Adalberto ganó para Julieta un oso de peluche gigantesco, que quizá ni cabría en el automóvil. De pronto se hallaron ante el mayor desafío: la enorme Montaña Rusa, la cual era anunciada como la más alta, larga y rápida de todo el continente. Adalberto aceptó el reto. Total, su corazón era fuerte y sano. Decidió subir y Julieta lo secundó. La adrenalina fluía a torrentes y la emoción les produjo la mayor sensación de vitalidad en muchos años.
Después de llegar a su pent-house de Altamira, Adalberto se sintió un tanto fatigado, pero era natural. “Hemos tenido una tarde y noche de marcha forzada”, se dijo. Luego de una ducha, se sirvió un trago largo para relajarse un poco antes de irse a la cama. Esa noche, hicieron el amor como conejos y sólo fue muy entrada la madrugada cuando por fin se durmieron.
En la mañana temprano, sonó el teléfono. Julieta con mucha pereza y pocas ganas, descolgó el auricular para encontrarse con la voz del cardiólogo.
--Señora Bermúdez, ¡al fin la ubico! Desde ayer por la tarde hemos estado tratando de comunicarnos con ustedes, infructuosamente. Se ha cometido un grave error. Los resultados que vimos como los de su marido, eran de otra persona, un hombre de treinta y cuatro años llamado Alberto Bernárdez. ¡Póngame a su esposo al teléfono por favor!
Julieta le llamó enseguida:
--Adalberto, corazón, Adalberto. ¡Adalbertooo!
Nunca despertó. Había sido infinitamente feliz las últimas dieciocho horas. Estaba muerto, pero con una sonrisa de placidez en los labios.

Buen FIN.

2 comentarios:

  1. 'El precio de una equivocación, y el protagonista no haver vivido la vida, una buena morajeja, muy bueno, me agrado.
    Un saludo Genoveva.'

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  2. NEUROMANTE
    Hace 66 días
    Un relato cargado de un delicioso y sutil humor negro. Muy bien.

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